Lo decían mucho gentes de la izquierda y se coreaba en las manifas: PSOE y PP, la misma mierda es.
Pues, no; no lo parece. Si fueran la misma mierda, gobernarían juntos.
Pero no lo hacen. Antes revientan. Y no es solo por fastidiar a los
creyentes en la unidad, sino porque, en realidad, no son lo mismo ni
pueden ponerse de acuerdo en nada. Salvo que se considere acuerdo a lo que llamaba Carlos V, cuando decía que "mi primo Francisco I y yo estamos de acuerdo: los dos queremos Milán".
No
siendo eso, el bipartidismo quizá no valga ya para gobernar, pero
parece valer para no dejar gobernar. Siempre es más fácil ponerse de
acuerdo en contra de alguien que a favor de algo. Eso parece un rasgo de
la naturaleza humana, tan operativo en la península ibérica como en el
Canadá.
Realmente,
son los dos partidos dinásticos los que tienen la llave de la
gobernación del Estado. Si uno de ellos se abstiene, el otro puede
gobernar en alianza con Ciudadanos. O sea, hay solución sin necesidad de
pasar por nuevas elecciones. Si tan horrible es el panorama de
votaciones, puede probarse una fórmula que propongo con ánimo
constructivo:
Cuenta
habida de que los dos partidos dinásticos no pueden ni verse, podría
probarse el sistema de la abstención alternativa. Esto es: dos años de
gobierno de la derecha con C's y la abstención de PSOE y, luego,
cambiando el sujeto de la abstención, el PSOE en coalición con C's. Dos
años de gobierno a cada partido dinástico y cuatro a C's, mientras
Podemos se queda en dique seco.
Esta
fórmula daría cuerpo a la teoría de la derecha de que el electorado lo
que quiere es la colaboración entre las dos grandes opciones. Una
colaboración consecutiva no es más que una colaboración simultánea, pero
tampoco es menos.
Al
quedarse fuera de las instituciones solo Podemos, seguramente
recurriría a algún procedimiento para evitarlo. La cuestión es si lo hay
y a qué precio. Se oyen con simpatía las voces en Podemos que dicen que
aun hay tiempo para llegar a un acuerdo con los socialistas, pero esto
más parece un deseo que una realidad. Salvo giro de 180º el rumbo de
Podemos es hacia nuevas elecciones. La guerra no es con el PP sino con
el PSOE.
La ciencia y la fe
Buena, moderadamente buena, la peli de
Hugh Hudson sobre el descubrimiento de las pinturas rupestres de
Altamira, con Antonio Banderas de protagonista, interpretando a
Marcelino Sanz de Sautuola, el acomodado aficionado a la arqueología que
las dio a conocer. La cueva había sido descubierta por Modesto Cubillas
en 1868. Sanz de Sautuola la visitó en 1875 y fue su hija María,
entonces de nueve años, la primera en avistar las famosas pinturas.
La
historia está bien ambientada en una ciudad pacata de provincias
española en el XIX, aunque vista con los ojos de un anglo-escocés. Es
como una intuición. Si me obligaran a especificar en qué diferencio una
ambientación del XIX hecha por un inglés o por un español, no sabría
bien cómo hacerlo. Pero tengo la sensación de que esas diferencias
existen, son palpables. Son modos distintos de presentar las relaciones
humanas, las de las personas con los paisajes, los diálogos, todo. No
tiene mayor importancia, pero se hace sentir. Y mucho más cuando se nos
trasmite parte de la crispación y el conflicto social vivido por el
descubrimiento a través de noticias de prennsa local, El observador imparcial, en inglés.
El
relato es fiel a la historia del descubrimiento y posterior peripecia:
el enfrentamiento del arqueólogo aficionado a dos bandas. Por un lado
con la religión y, por otro, con la ciencia y, en concreto con aquella a
la que él se había dedicado. Ambos dibujan un conflicto que destrozó la
vida del personaje y, aunque con tintes convencionales, están bien
tratados en la película, si bien quizá un poco caricaturizados. No
obstante, puede que no sea culpa del guión sino del hecho de que cierta
literatura del siglo XIX es tan dominante que influye en toda narrativa
posterior. La mujer de Sautuola tiene un toque de Ana Ozores y el
fanático cura algo del magistral de La Regenta y hasta del arcediano Frollo, de Nuestra Señora de París. El oscurantismo de la Iglesia católica y sus malas e inhumanas artes está bien captado.
Mucho
interés tiene asimismo el otro conflicto, el que opone el gran
descubrimiento hecho por un aficionado (pero de una importancia colosal
para la historia de la ciencia y de la humanidad) con el sistema de
prestigios y honores establecidos en el mundo académico que, con una
falta de rigor y de verdadero espíritu cientifico, desprecian el
hallazgo de Altamira, se niegan a reconocer su valor e importancia e
incluso lo atribuyen a engaño y superchería. Y todo porque, cosa
habitual en las flaquezas del intelecto humano, este tiende a sacralizar
su propia y maravillosa aventura, convirtiéndola entonces en un dogma.
Eso es lo que estuvo a punto de pasar con la teoría darwiniana de la
evolución que, de perseguida, casi pasa a perseguidora. Que el
catolicismo está contra la ciencia es la evidencia misma desde hace dos
mil años. Que también lo esté la ciencia en la medida en que se adocena y
pierde su espíritu inquisitivo y libre es tremendo. Lo único que
dignifica al hombre frente a la abyección de la creencia en dioses es la
sinceridad y la veracidad del espíritu científico. Si estos se
corrompen se pierde la última esperanza de libertad del ser humano. Algo
peor que la superstición religiosa.
En
un orden de cosas más sociológico, histórico, inmediato, no deja de
escocer que, aunque la cueva reciba la visita del Rey Alfonso XII, nada
en la España de entonces se movía sin la autorización intelectual
francesa. Actualmente, según se dice, hemos progresado mucho: ahora esa
autorización, a modo de supervisión de gentes más adelantadas, nos viene
de los Estados Unidos, Inglaterra, Alemania y, cómo no, Francia.
España
es una "gran nación". Ya lo era cuando apareció lo que después se llamó
"la capilla sixtina del arte rupestre". Pero la "gran nación" no fue
capaz de descubrirla por entero, exhibirla en toda su magnificencia,
estudiarla y ponerla al servicio de la humanidad mientras los franceses
no nos dieron permiso. Y les llevó veinte años.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED