"Solo hay una forma de saber lo que está pasando ahí: entrando". Con tan incontestable contundencia respondió
Aitor Garmendia -fotoperiodista impulsor del proyecto de liberación animal llamado
Tras los Muros-
a la polémica que generaron Generalitat y asociaciones ganaderas acerca
de la reciente incursión de un grupo de activistas pertenecientes al
colectivo
Meat the Victims
en una granja lechera de Sant Antoni de Vilamajot, en Catalunya.
Allí
encontraron lo que es habitual en cualquier instalación destinada a la
explotación animal, como han venido sacando a la luz pública, con
documentos gráficos e informes, las investigaciones en todo el Estado
español del propio Garmendia, de
Filming for Liberation o de la organización
Igualdad Animal.
Animales
en cautividad, manipulados con violencia, mecanizados, inseminados a la
fuerza, separados de sus crías, enfermos, en pésimas condiciones de
salubridad física y emocional.
Dada la opacidad con que la industria
cárnica mantiene sus actividades e instalaciones, la contundencia de
Garmendia se vuelve incontestable: para ver lo que con tanto ahínco
esconden los muros de las granjas, hay que entrar en ellas.
Hasta el
propio Jodi Évole tuvo que infiltrarse ilegalmente en granjas con
investigadores de
Igualdad Animal para grabar su programa
Salvados,
ya que las empresas cárnicas no le permitieron el acceso. El sector
ganadero se niega a enseñar lo que hay en sus explotaciones. Las
investigaciones, el periodismo honesto y las acciones de protesta
demuestran por qué.
No son casos aislados. Los responsables del negocio
ganadero no tienen credibilidad porque cada vez que se accede a sus
instalaciones se encuentra el mismo panorama: explotación y maltrato.
Los ganaderos no cumplen con la exigua normativa de bienestar animal, la
gran mayoría de las explotaciones ganaderas
ni siquiera han sido inspeccionadas (en Catalunya, según los
últimos datos publicados,
que son de 2013, solo se han inspeccionado 1.825 explotaciones, de las
22.616 que existen).
Las autoridades hacen, cuando menos,
la vista gorda.
Todas las granjas, por definición, por el hecho de ser complejos
destinados a la opresión de otros individuos, contravienen la ética,
incurren en la ilegitimidad. Y, además, en las granjas siempre se
conculca la ley, se cometen constantes ilegalidades.
En
la granja lechera de Catalunya a la que entraron recientemente los
activistas había cadáveres tirados al sol, animales moribundos y
terneros recién nacidos sin agua ni alimento. Que los terneros estén sin
agua es ilegítimo, pero también es ilegal: incumple la normativa
establecida por Real Decreto 1047/1994 relativo a las normas mínimas de
protección de los terneros: “A partir de las dos semanas de edad, todos
los terneros tendrán agua fresca adecuada, distribuida en cantidades
suficientes, o poder saciar su necesidad de líquidos mediante la
ingestión de otras bebidas. Sin embargo, cuando haga calor, o en el caso
de terneros enfermos, deberá disponerse en todo momento de agua
potable”.
Las condiciones de transporte de los animales, de granja a
granja o de la granja al matadero, son penosas y rara vez se
inspeccionan.
Es puro cinismo que la consejera de Agricultura,
Ganadería, Pesca y Alimentación de Catalunya, la republicana de
izquierdas Teresa Jordà, haya acusado a los activistas de "vulnerar la
ley de bienestar animal, al suponer un elevado estrés en los animales" y
de "poner en riesgo la bioseguridad de las granjas", pues las vidas de
maltrato, estrés y terror de los animales obligados a ser máquinas de
producción, así como las condiciones de insalubridad de granjas y
mataderos, están ya profusamente documentadas (el informe y las fotos de
Garmendia sobre su
investigación en mataderos recogen
los constantes y graves abusos e ilegalidades que en ellos se cometen).
La Generalitat asegura que la industria cumple con las condiciones de
higiene y con la normativa de bienestar animal, lo cual es desmentido
una y otra vez por las investigaciones y las grabaciones de los
activistas.
Por su parte, Santiago Querol, responsable del sector agrario del sindicato Unió de Pagesos,
apeló también
al presunto riesgo sanitario que suponen las incursiones de animalistas
en el estercolero, material y moral, que son su explotaciones. Dijo que
los activistas pueden llevar virus y enfermedades a los animales, algo
que jamás ha podido demostrarse, pero no dijo nada de las enfermedades
que puede transmitir y provocar, como se ha demostrado, el consumo de
productos que proceden de animales con infecciones y otras enfermedades,
a los que atiborran de antibióticos y engordan con hormonas y con
piensos de mala calidad.
Al decir también que los activistas pueden
transmitir peste porcina de una granja a otra, Querol ha tenido una
suerte de lapsus linguae, pues ha reconocido que en
las granjas hay peste porcina y que, por tanto, puede ser transmitida
dentro de la misma granja, en el trasporte y en el matadero.
No se ha
demostrado que la peste porcina afecte a los humanos, aunque
ciertos titulares sean engañosos,
lo que sí está claro es que afecta a la vida de los cerdos y, por
tanto, al bolsillo de los ganaderos, que es de verdad lo que les
preocupa. Lo que es intolerable es que las mentiras y la criminalización
se propaguen a la sociedad con la connivencia de las administraciones
públicas.
Tras la entrada en la granja lechera de
Catalunya llegaron primero graves amenazas en redes sociales de payeses
hacia activistas (amenazas que deberían ser investigadas, algo que no
sucederá porque quienes las profirieron no son cantautores ni humoristas
ni
filósofos). El propio Querol advirtió sobre la posibilidad de "una batalla campal". Incluso
la CUP llamó a la represión policial
contra los activistas que entren en granjas, a quienes denominó, al más
puro estilo Arrimadas, "secta animalista".
Vivir para ver: la CUP
anticapitalista defendiendo a los explotadores; la CUP que se declara en
contra "del envenenamiento del territorio" (los purines de las
numerosas granjas porcinas catalanas, que destrozan la tierra y los
acuíferos, deben de ser para la CUP zumo de uva del Penedés); la CUP
izquierdista
especista
(una contradicción en los términos, por más que se revuelva cierta
izquierda trasnochada que no acepta la evolución reivindicativa por no
renunciar al infame privilegio del chuletón).
Y, cómo no, la Federación
Catalana de Caza ha felicitado a la Generalitat por sus medidas
represivas contra los activistas en defensa de los animales y reclama
para su ámbito medidas similares. Las alianzas de la muerte.
Después llegó, tras reunirse con los ganaderos,
la reacción del Govern:
un folleto distribuido por el Departamento de Agricultura, Ganadería,
Pesca y Alimentación de la Generalitat de Catalunya que, con dibujitos
engañosos (verdes e idílicas praderas donde pacen vacas en libertad y
activistas con antifaces de caco), explica a los ganaderos cómo actuar
en caso de que los activistas accedan a sus instalaciones, activistas a
quienes amenaza con multas de hasta 100.000 euros por llevar a cabo esas
acciones de denuncia.
Es decir, un protocolo de represión contra el
movimiento por la liberación animal y de blindaje del sector explotador,
con medidas disuasorias por el alcance económico de las multas.
El recrudecimiento de la represión contra el movimiento
de liberación era de esperar y ya ha llegado. Comenzó con la detención y
encarcelamiento en 2011 de varios activistas de Equanimal e Igual
Animal por una presunta suelta de visones en Galicia. Fueron denunciados
por la Asociación Nacional de Productores de Visón (es decir,
desolladores de animales a los que matan por asfixia para hacer abrigos)
y acusados de "ecoterrorismo", un delito que ni siquiera existe en el
ordenamiento jurídico español y que el propio juez, los cuerpos
policiales y los medios de comunicación se encargaron de difundir.
Ya se
sabe que donde pones el término terrorismo tienes asegurada la alarma
social y la criminalización del movimiento político que te resulte
molesto, por pacífico que sea.
En 2015 los imputados fueron absueltos
por la Audiencia Provincial de La Coruña, pero la detención, la cárcel y
la vinculación terrorista no se la quitó nadie. Y comenzó la
criminalización del activismo por la liberación animal. Se llamó
Operación Trócola a un procedimiento represivo de intención
ejemplarizante, pues el movimiento de derechos animales empezaba a
cobrar fuerza y tener visibilidad, en el Estado español. Con la
complicidad policial, judicial y mediática, los explotadores crearon esa
alarma social e iniciaron el camino de la represión para proteger sus
beneficios económicos frente a la denuncia de sus crueles métodos para
conseguirlos.
El movimiento ha crecido en los últimos
años, la conciencia social sobre los derechos de los animales y el
veganismo como respuesta política a su explotación es cada día mayor,
las acciones pacíficas de las personas activistas aumentan, en número y
en participantes, gracias a la información aportada por las
investigaciones y difundida de manera imparable en redes sociales y en
los medios que mantienen su independencia, una información veraz a cuyo
acceso la sociedad tiene derecho constitucional a través del
artículo 20
de la llamada Carta Magna.
Esa información muestra los horrores que
quieren ocultar las empresas de la explotación animal. Protocolos de
represión como el de Catalunya afectarán en primer lugar a los
investigadores, que con el solo recurso de sus cámaras y de su
compromiso se adentran en las granjas para sacar esos horrores a la luz.
Ha llegado, pues, la hora en que el movimiento de liberación animal se
tome en serio la necesidad de reorganizarse ante un sistema que le lanza
la ofensiva. Un sistema que debe, por su parte, asumir que el activismo
no va a abandonar sus reivindicaciones en defensa de los animales.
Y
la sociedad debe entender que la cuestión no es si en el sistema de
producción hay o no bienestar animal, que no lo hay. La cuestión es que
los otros animales tienen derecho a no ser explotados para nuestro
beneficio y, por tanto, no debemos explotarlos.
El hecho de ser
considerados mercancía, y no seres que sienten y tienen interés por su
vida y por la integridad de su cuerpo y de sus emociones, conlleva, de
manera inevitable, abuso y maltrato físico y emocional, tal y como
conlleva, de manera inevitable, una muerte no deseada por ellos, es
decir, su matanza.
El movimiento de liberación animal no denuncia si hay
o no bienestar animal, que no lo hay, sino si tenemos derecho a
explotar a los demás animales. Por eso son irrelevantes los comunicados
de ganaderos y pastoras (por muy feministas que estas últimas digan ser,
lo cual es
un contrasentido político):
explotan a los animales, los intercambian por dinero, los entregan a
sus matarifes.
Ejercen un supremacismo especista humano contrario a una
ética y a una justicia que hayan superado el antropocentrismo opresor
con otros seres sintientes y destructor del planeta.
Apela a un cambio
de paradigma en la relación y en el consumo que es urgente para los
animales oprimidos y para la especie humana. Mientras eso sucede, la
desobediencia civil es necesaria.
(*) Activista y escritora