Desde las filas del catalanismo que anda más cerca del autonomismo
que del independentismo, se puede escuchar estos días que ya es hora de
“pinchar el globo” y devolver a los indepes” irredentos a la realidad,
al hecho de que la mayoría del pueblo catalán no está por la
independencia, salvo que venga regalada, y por supuesto no está por la
desobediencia (una forma amable de aludir a la rebelión).
Lo dijo Tardá
(nada sospechoso de pensamiento débil) en el Congreso: no se puede
imponer a la mitad lo que no quiere. Y lo vienen reiterando cada vez de
forma más clara no pocos comentaristas que están en la zona tibia, entre
los dudosos. El problema es ¿quién puede pinchar el globo?, ¿quién
reconoce y advierte en público que el rey está desnudo?
En uno de los documentos de los “indepes” se establecía una división
en tres grupos y siete subgrupos la posición de los catalanes. Un tercio
quedaba encuadrado entre los independentistas “hiperventilados” (la
expresión es suya) que solo ven su opción como real y los históricos,
que por razones más emocionales que otra cosa están por la república
independiente, lo que han mamado.
Otro tercio pertenece a los
contrarios, divididos a su vez entre los “impermeables” a la
independencia y los convencidos de que no les conviene. Y finalmente
queda una zona media de hasta el 40% que se divide entre los indecisos o
los fraternales, que pueden decantarse entre una u otra opción en
función de la coyuntura o del entorno. Son los que el 1 de octubre
pasado no iban a participar en el llamado referéndum pero fueron a votar
tras ver las imágenes de las cargas policiales.
También una parte que
son los recientemente convencidos, los “indepes” de última hora que se
han inclinado por esa opción como protesta o por simpatía a lo más
llamativo, a la moda o a lo que mola. Muchos de estos jóvenes a los que
les va el mambo.
Las vivencias de este largo año que empezó justo cuando el Parlamento
catalán decidió desbordar el marco legal, empiezan a producir fatiga y
decepción y pueden pasar factura a las movilizaciones que se pretenden
activar las próximas semanas. El mismo relevo en el gobierno español con
el despido del hierático Rajoy y la entrada del negociador Sánchez,
achica espacios al victimismo.
No fueron pocos los que votaron en el referéndum y luego a los
independentistas, con la idea táctica de que así se mejoraba la posición
negociadora con el gobierno español que cedería para evitar males
mayorías y que otorgaría ventajas apreciables a los catalanes. Esta idea
se ha debilitado durante este período de tensión, primero con las
manifestaciones constitucionalistas en Barcelona y luego con los
sentimientos críticos con el independentismo que llegan del resto de
España con la idea de fondo del “catalán supremacista y antipático”.
La percepción de que el problema catalán es, en primer término, un
problema en Cataluña y de los catalanes, que daña, sobre todo, a la
propia comunidad, empieza a ser percibida con creciente claridad en
Cataluña. Hechos recientes, aparentemente menores, como la renuncia de
Xavi Domenech al liderazgo de los Comunes o la dimisión de Luis Pascual
del Teatro Libre forman parte de la lluvia fina que alienta ese
sentimiento de que es hora de pinchar el globo y volver a la realidad, a
las cosas que interesan que tienen que ver con la prosa y no con la
épica.
El discurso de Torra el pasado miércoles se inscribe en ese aire
de decepción, de fatiga y de que es hora de volver al siglo y a la
realidad. El problema es que nadie se atreve a empezar a “pinchar el
globo”.
(*) Periodista y politólogo
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