En el PSOE está sucediendo algo
insólito, algo que replantea mucho de lo convencionalmente admitido
sobre los partidos y la política en general. De un lado, hace unos dos
meses, se perpetró un golpe de mano contra el secretario general y su
equipo que salió triunfante en su empeño de conseguir que el PSOE
claudicara y permitiera un gobierno de la derecha. Según los golpistas
ese gobierno quedaría rehén de la oposición al no tener mayoría
absoluta.
Hasta
aquí nada que no haya pasado cientos de veces en conjuras y
conspiraciones palaciegas, en luchas por el poder entre las oligarquías
partidistas. Los golpistas han puesto una especie de Junta a la que
llaman Gestora con la función de detentar el poder en el PSOE y
prolongar la situación de incertidumbre. Quieren dar tiempo a que Susana
Díaz, la inspiradora del golpe, se fabrique una imagen electoralmente
aceptable haciendo olvidar sus maquinaciones e intrigas para defenestrar
al secretario general con el secreto designio de ponerse en su lugar.
De hecho ya va por el mundo usurpando la función y haciendo ver que es
ella quien manda en la organización.
Lo
verdaderamente insólito viene a continuación cuando se comprueba que,
al estar el aparato y muchos de sus barones en la pomada golpista, las
bases, la militancia se organizan de modo espontáneo para frustrar sus
planes y devolver al PSOE su secretario general, aparte de su dignidad,
perdida en la intriga del golpe del 1º vendimiario. Por lo demás, lejos
de tener al gobierno como rehén, es rehén de ese mismo gobierno, al que
basta con hablar de nuevas elecciones para que el PSOE enmudezca,
aterrorizado.
La
rebelión de las bases, algo con lo que los usurpadores de la Junta no
contaban, plantea una situación inédita en Europa (en donde,
generalmente, los militantes siguen fieles a sus mandatarios) al
mostrar que la democracia cala también en las formaciones políticas, al
menos en algunas. La militancia no había significado mucho en el PSOE en
el pasado y ahora se revela como su activo más firme y prometedor. Esa
rebelión democrática tiene desconcertados a los de la junta golpista y
los barones que parecen sumidos en un silencio temeroso, excepto
Gullermo Fernández Vara, el auxiliar de campo de Susana Díaz que suelta
doctrina de corte autoritario como corresponde a sus orígenes en Alianza
Popular.
Convencida Susana Díaz de que el mundo es de los audaces, sigue haciéndose su campaña electoral en el estilo Gran Dirigente hablando
a cada vez más gente, más preparada y crítica. Es extraño que nadie le
haya avisado de la negra sombra del hartazgo que se cierne sobre su
caso. Porque está bien claro en las encuestas: Pedro Sánchez triplica
los apoyos de Díaz. Y más que lo hará de seguir las cosas como hasta
ahora.
Los
golpistas, acorralados por la movilización de las bases, tratan de
postergar todo cuanto pueden, jugando con esa marrullería de tramposos,
de hacer que un órgano anuncie sus actividades con un mes de
anticipación o con varios, para dar la impresión de que se está
actuando. Como hace el propio jefe, que sitúa el Congreso para "antes
del verano", presentando así una vaguedad como una precisión.
Al
tiempo los golpistas tratan también de salvar su honor y buen nombre
aduciendo que no hay alianza con el PP en modo alguno. Ciertamente,
porque no es necesaria. El PSOE facilitó el gobierno de la derecha por
la convicción (falsa, engañosa) de que, si se iba a unas terceras
elecciones, el resultado sería una catástrofe. Eso no tiene por qué ser
cierto pero lo que no deja lugar a dudas es que, si necesario era que
gobernase el PP, necesario será que continúe haciéndolo. Y a ello se
presta este miserable remedo de partido controlado por los golpistas.
Lo
nunca visto en el PSOE: la militancia, actuando por su cuenta requiere
el control de la organización frente a unos golpistas y, al alzarse está
defendiendo las normas más elementales de la democracia: diálogo,
legalidad, respeto y juego limpio.
Café pa tós otra vez
El
fallo más grave del llamado “Estado de las Autonomías” de la
Constitución de 1978, cuyo aniversario se celebró ayer en España fue la
generalización del régimen autonómico en condiciones de igualdad en todo
el territorio español. La justificación, formulada por el entonces
ministro adjunto para las Regiones, el andaluz Clavero Arévalo, fue que
hubiera “café para todos”.
La Constitución preveía un régimen
extraordinario para Cataluña, el País Vasco y Galicia y un régimen común
para el resto de los territorios, en la línea de la Constitución de
1931 y a semejanza de la vigente Constitución italiana de 1947. Pero la
insistencia de Andalucía en ser tratada en igualdad de rango con las
“nacionalidades históricas” (perífrasis de “nación” en el ánimo del
legislador), movida por el PSOE y tácitamente aceptada por la UCD, la
derecha de entonces, dio al traste con la intención del texto. Fue
entonces cuando se impuso la idea de un régimen uniforme de autonomía
para toda España, el “café para todos”.
De
ese modo, al convertirlo en un problema de “todo el Estado”, se
frustraba la pretensión original de las naciones catalana, vasca y, en
menor medida, gallega de conseguir un tratamiento diferenciado en el
seno del Estado español. Era una política de uniformación que todavía se
quiso endurecer más con la extinta LOAPA (Ley Orgánica de Armonización
de los Procesos Autonómicos), de 1982. “Armonización” era un término
menos violento que la Gleichschaltung que aplicaron los nazis en Alemania pero compartía su espíritu: poner a todos al mismo nivel.
A
esa doctrina igualadora, uniformadora, llamaban los glosistas,
comentaristas y panegiristas de la Constitución de 1978, el “carácter
federal” del Estado Autonómico. Según ellos, al haberse conseguido que
las autonomías pudieran alcanzar todas el mismo máximo techo
competencial, España había pasado a convertirse en una federación de
hecho. No se usaba la palabra porque tenía mala fama, pero se daba la
realidad.
Se
trataba de una falsedad ideológica típica, como se ha demostrado
posteriormente. Tanto el País Vasco como Cataluña han dado pruebas
abundantes de querer mantener y agudizar su singularidad. Sobre todo
Cataluña que es donde más ha avanzado la conciencia y voluntad
nacionales, hasta el punto de plantear directamente la opción de la
independencia. Frente a esa voluntad secesionista, parte del
nacionalismo español, especialmente el PSOE y la izquierda en general,
vuelve a agitar el señuelo federal.
Prueba
evidente de que aquel federalismo que se decía condición material de
hecho del Estado de las Autonomías era falso. El llamado “federalismo
material” del Estado autonómico no lo era porque no consistía en una
alianza y conjunción de territorios que estos hubieran acordado
soberanamente por separado, sino de una imposición desde arriba por obra
de un Estado que había decidido descentralizarse hasta cierto punto
como podía y puede, y así lo hace cuando le viene en gana,,
recentralizarse sin que las Comunidades Autónomas apenas puedan casi
opinar.
El
actual avance del independentismo catalán está generando reacciones
similares a las de aquellos intentos “armonizadores” de los años
ochenta. Tanto la moderación del nacionalismo vasco como la exacerbación
del nacionalismo andaluz, ambos repentinos, en el fondo van dirigidos a
remansar el independentismo catalán, unos por defecto y otros por
exceso. Para los nacionalistas vascos carece de sentido la independencia
frente a España, dado que ellos ya cuentan con un concierto que
equivale a la independencia fiscal. Para los andaluces se trata de una
nacionalismo “reactivo” cuyo único horizonte, como en los años ochenta,
es no quedarse atrás en relación a Cataluña por más que ellos no hayan
movido un dedo en estos treinta años por aumentar su autogobierno.
El
terreno de la vuelta al café para todos está ya preparado: se trata de
arbitrar una reforma de la Constitución que busque un nuevo “encaje de
Cataluña en España”, en el entendimiento, ya claramente expuesto de
nuevo en Andalucía de que ese “nuevo encaje” será también igual para
todos. Porque, como dice el gobierno machaconamente: la reforma no puede
romper la igualdad de las personas y las tierras de España, como si no
fuera obvio que, con el Concierto vasco y el convenio navarro, esa
igualdad no existe.
Cataluña
no tiene nada que esperar de una reforma de la Constitución de 1978 y
menos si es en un acuerdo con las demás comunidades del Estado. Cataluña
solo puede llegar a un acuerdo bilateral con el Estado para la
realización de un referéndum de autodeterminación en el que quede claro
cuál sea el mandato de las autoridades catalanas y qué forma adoptará.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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