Javier Marías
hacía volatines de chico, en el Paseo de la Castellana. Entretenía a los
transeúntes y ponía en peligro su cabeza. Sus amigos veteranos, Juan
Benet, Juan García Hortelano, tutelaban su exposición pública. Hasta que
se hizo mayor, y eso fue muy pronto, empezó a escribir novelas y se
dejó de volatines.
Ahora ejerce Javier Marías un oficio más peligroso: opina en público.
Sus artículos en El País, que ahora aparecen en forma de libro como
suele hacer en recopilaciones sucesivas, son tan polémicos como la
libertad, derecho público cuyo ejercicio gusta sobre todo cuando
favorece a quienes lo aplauden.
Como hacía aquellas noches de su primera juventud, el joven Marías
(así lo llamaban Benet y Hortelano) camina a contracorriente. En sus
años de peligro físico caminaba al revés que todo el mundo, con los pies
al aire, arriesgando cabeza y extremidades.
Ahora va también a contracorriente, postura que se ha convertido en
un modo de ser, y de estar. Si no le gusta un poeta lo dice, y si no le
gusta un político lo dice también. Y si no le gustan las costumbres, el
ruido, por ejemplo, de Madrid, lo dice tantas veces como le haga falta.
A todo ello se ha añadido últimamente (aunque no tan últimamente: es
así desde niño, por eso hacía volantines) su díscolo desdén por el lugar
común, por ponerse en pandilla. Todo aquello que le suene a tópico, a
ya sabido, a poco digerible, Marías lo tacha y esa tachadura la lanza
como opinión, a veces para diatriba pero muchas veces también para que
lo dejen en paz de gaitas, y por ello recibe mandobles a todo pasto.
La última vez que lo pusieron a parir fue ahora mismo, este último
fin de semana. Se le ocurrió algo que ahora se dice en voz baja y en las intimidades que parecen eco de las catacumbas: ¿no nos estaremos pasando con este nuevo lugar común, según el cual las mujeres no están nunca bajo sospecha, que son los hombres los que han de ser quemados en la hoguera
sin consulta previa pues el mundo se divide entre buenos y malos y los
malos ya se sabe que son los hombres? Y, como tituló Francisco Candel el
libro que escandalizó Barcelona en los años 60, Dios la que se armó.
Por oficio, me acerqué a algunos comentarios de Twitter
y vi que Marías era el diablo. También observé que, cómo no, era el
diablo el periódico El País por publicar a Marías.
Algunos presentes en
esos debates que no son tales se atrevían a sugerir que quizá tenían que
leer todo el artículo, o parte de él, para estar seguros de que estaban
opinando acerca de lo que decía Marías o de lo que ellos creían que podía haber dicho el autor de Berta Isla.
Pues en otras ocasiones por una línea y media, mal reproducida por los
interesados en tergiversar, a Marías lo colgaron bocabajo, postura que
ya ensayó él mismo cuando hacía volantines.
Peligra la libertad de decir, de expresar. Peligra la libertad,
triunfa el griterío que ampara el lugar común. Lo único bueno de toda
esta historia es que a Javier Marías no lo van a callar. Ya vivió en
peligro cuando hizo volatines, está su cabeza acostumbrada a superar las
contrariedades del aire cuya dirección marcan los tiempos.
(*) Periodista
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