El Gobierno le ha visto las orejas al lobo. De otro modo no se
entiende que después de dos años criando telarañas, el horno del consejo
de ministros haya entrado en ebullición para despachar iniciativas
legislativas condenadas a la melancolía. De la constatación de este
doble hecho -orejas al lobo y melancolía- se deducen un par de cosas
interesantes.
La primera, que los
corrimientos de placas tectónicas en la intención de voto que detectan
las encuestas ha dejado de ser considerado en Moncloa como un temblor
sin importancia. Ya suena en el campanario la alarma de un gran
terremoto. La segunda, que a los ingenieros oficiales no se les ha
ocurrido otra coas, para fortalecer los cimientos del poder, que
sacarse de la manga un simple catálogo de buenas intenciones.
Ambas conclusiones refuerzan mi convicción de que el Gobierno, una
vez más, reacciona demasiado tarde. Las encuestas marcan tendencias y
cuando alguna de ellas se vuelve obstinadamente tozuda quiere decir que el cambio de apuesta del electorado
se ha convertido ya en un hecho consumado. A un votante dubitativo se
le puede retener si se le garantiza a tiempo que la causa de su flaqueza
de ánimo ha sido debidamente subsanada. Pero si supera la fase de la
duda y toma la firme decisión de apostar por otro partido, quitarle esa
idea de la cabeza es un trabajo digno de Hércules.
Lo
que las últimas encuestas nos están diciendo, precisamente, es que
muchos electores moderados -sobre todo antiguos votantes del PP, pero
también del PSOE y de Podemos- ya han decidido darle una oportunidad al
único partido centrista que mantiene intacta la capacidad de trasmitir
la esperanza de una España mejor.
Se
podrá decir, con razón, que esa capacidad para ilusionar no procede de
ningún hecho probado. Ciudadanos no ha hecho aún nada que acredite su
solvencia. Es verdad. Pero en esa debilidad radica su fortaleza.
Tampoco ha hecho nada que le convierta en corresponsable de la
situación a la que nos ha conducido la alternancia bipartidista de PP y
PSOE. Merece, por lo tanto, el beneficio de la duda.
Ese ha sido siempre el motor del cambio. Los socialistas se
beneficiaron de ella cuando UCD se convirtió en una jaula de grillos y
los populares hicieron lo propio cuando a Felipe González se
le fugaba a Laos el director general de la guardia civil con el dinero
de los fondos reservados o le metían en la cárcel al Gobernador del
Banco de España. Los dos partidos fueron apuestas ganadoras mientras
tuvieron la oportunidad de trasladar esperanza, aunque aún no hubieran
hecho gran cosa para merecer esa capacidad.
Luego,
en pleno apogeo bipartidista, el tuerto ganaba al ciego hasta que el
ciego mejoraba un poco y era el tuerto quien se quedaba a oscuras. Y a
los pocos años, vuelta a empezar. La novedad es que ahora aparece en el
escenario un actor que tiene los dos ojos sanos. No porque sea de mejor
raza que sus antecesores, desde luego, sino porque aún no ha tenido la
oportunidad de sufrir las heridas que favorece la fragilidad de la
naturaleza humana cuando se está en el ejercicio del poder. En política
no rige el principio de que más vale malo conocido que bueno por
conocer. Rige exactamente el principio contrario. Siempre ha sido así.
Eso
no significa, claro está, que los partidos en retroceso deban quedarse
de brazos cruzados mientras el nuevo les come la tostada. Lo lógico es
que los cabeza de huevo de las formaciones perjudicadas traten de
revertir el proceso. En eso están. Lo han intentado con memeces como la
de llamarle ce-ese y chorradas equivalentes, pero en vista de que eso no
sirve para nada útil, los monclovitas han decidido poner en marcha una
nueva estrategia que consiste en proponer leyes melancólicas. Es decir, condenadas a la derrota parlamentaria por falta de apoyos suficientes.
Se
entiende que la finalidad de la iniciativa lo que persigue es promover
algunos debates, como el de la prisión permanente revisable, que
descaren la tibieza de Rivera en cuestiones capitales para el electorado
que se está marchando del PP. Si yo fuera Rajoy, sin embargo,
analizaría bien la relación coste-beneficio de esa estrategia tan
peculiar que si sirve para algo es para dejar claro lo que el Gobierno
pudo hacer y no hizo cuando tenía mayoría absoluta y para recordar la
debilidad de la que está investido.
Conducir las demandas prioritarias del propio electorado hacia derrotas
seguras no es la mejor manera de recuperar simpatizantes. A nadie le
gusta escoltar a los perdedores. Si hay algo peor que no hacer nada es
hacerlo tarde y mal.
(*) Periodista
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