La complejidad de la política catalana
está poniendo a dura prueba las mesetarias cabezas. A tres frentes han
de atender estas, hombre, por Dios: el exterior, el parlamentario
institucional y el extraparlamentario del bloque indepe. Para volver
loco a cualquiera.
De
un lado, los partidos independentistas siguen en sus prolijas
negociaciones sobre las personas, los compromisos y los mecanismos de
seguridad como una cuestión de confianza a mitad de la legislatura.
Refinamientos casi florentinos de los que acabará saliendo un nombre
propuesto para la investidura.
De otro lado, la mesa del Parlament pone
en marcha el procedimiento para modificar la normativa vigente y
posibilitar la investidura telemática o, en general, no presencial. Es
este territorio que el Tribunal Constitucional considera predio
exclusivo. O sea, vamos rumbo a otra confrontación antes o después,
sazonada con el 155.
Finalmente,
de otro, la representación exterior de la República Catalana sigue
haciendo visible el conflicto, internacionalizándolo y demandando
mediación. Los analistas españoles tienden a reducir la cuestión
catalana a la formación de gobierno y el funcionamiento de las
instituciones, ignorando la repercusión externa del proceso republicano.
La visibilidad internacional de este es la principal garantía de su
continuidad pues el Estado no podrá acudir a los procedimientos
dictatoriales a los que acudió en ocasiones anteriores.
Se entiende el drama del PSOE. Fue
co-protagonista de la Transición, pero se ve hoy obligado a criticar, si
no repudiar, su propia obra. De ahí que las explicaciones de Adriana Lastra
sean tan confusas. Cuestión de "seguridad jurídica" e importancia de la
Ley de Amnistía como base del relato de la transición.
Con las dos
había tropezado Rodríguez Zapatero (González ni se planteó la cuestión
en catorce años) cuando se vio obligado a abrir paso a la memoria
histórica y la justicia postransicional, sobre la que tan atinadamente
escribe Paloma Aguilar. Lo que le salió fue la enteca norma conocida
como Ley de la Memoria Histórica, de reducidísimo alcance y actualmente
en el limbo fuera del presupuesto.
La seguridad jurídica que
el PSOE no se atreve a especificar es, sin embargo, muy sencilla:
cuestionar el franquismo es cuestionar el fundamento jurídico mismo de
la España de hoy porque el rasgo esencial de la dictadura es que, en
cuarenta años, conformó la sociedad a su imagen. La sociedad se hizo
franquista y, muerto el dictador, siguió siéndolo. Estructuralmente
franquista y administrada por franquistas o sucesores de franquistas
(como los de ahora) en todos los poderes, estamentos y recovecos del
sistema en su conjunto.
Por
eso no puede el PP condenar el franquismo, porque es condenarse a sí
mismo. Y por eso el PSOE no se atreve a condenar ni no condenar lo que
equivale a no condenar.
La cuestión última de la falta de legitimidad del franquismo afecta a la transición y la postransición como continuidades de aquella ilegitimidad primera,
que no ha sido remediada (lo del referéndum de la Ley para la Reforma
Política no pasa de ser una argucia) y afecta de pleno a la Monarquía,
directa heredera de la dictadura.
Ese
es el problema de fondo del sistema de la III Restauración, que no
parece tener solución si no es con la apertura de un proceso
constituyente, posibilidad tan remota como la segunda venida del Mesías.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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