El filósofo chino Mencio escribió que el hombre tiene mil
planes, pero el azar sólo uno. Eso servía hace veinticinco siglos y
sigue siendo válido en nuestros días. La casualidad hizo que el mismo
día en que Mariano Rajoy amenazó con poner en marcha el artículo 155 de
la Constitución si Carles Puigdemont no contestaba con claridad a su
requerimiento, tuvieran que declarar en la Audiencia Nacional el major
de los Mossos, Josep Lluís Trapero, y la intendente Teresa Laplana, así
como Jordi Sànchez y Jordi Cuixart, que están al frente de la ANC y
Òmnium Cultural, acusados todos de sedición.
Me vino a la mente el
cuento de Augusto Monterroso que habla de un rayo que cayó dos veces en
el mismo sitio y, viendo que el daño estaba hecho, consideró que ya no
era necesario y se deprimió mucho. La cuestión catalana ha entrado en
una fase endiablada que no augura nada bueno. Ni siquiera los optimistas
–Churchill decía que lo era porque no resultaba muy útil ser otra cosa–
pensábamos que el día acabaría sin sobresaltos.
La jornada fue una carrera de obstáculos, pero a primera
hora parecía que todos deseaban ganar tiempo y calma para ver si se
podía abrir otro escenario, aunque las esperanzas fueran escasas. Rajoy
contestó la carta de Puigdemont con otra misiva moderadamente dura en la
que le recordaba que el jueves él y Carme Forcadell deben restituir la
legalidad constitucional en el Parlament si no quieren que el 155 avance
irremisiblemente.
Horas después, Trapero y Laplana salían en libertad
con cargos, lo que mantenía las esperanzas de que nada se rompiera. Sin
embargo, a última hora, cuando se supo que la juez de la Audiencia
Nacional enviaba a los Jordis a prisión por los incidentes del 20-S
ante la Conselleria d’Economia, el día se volvió espeso. Las palabras
que pronunció antes Sigmar Gabriel, ministro alemán de Exteriores,
acerca de que aún había margen de maniobra para tratar la crisis
catalana, perdieron significado.
(*) Periodista y director de La Vanguardia
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