Casi cien años de prisión para nueve personas inocentes condensan la sentencia del Tribunal Supremo firmada por siete magistrados de la sala segunda que preside Manuel Marchena
y dada a conocer oficialmente este lunes pasadas las 9:30 horas de la
mañana. En realidad, todo un eufemismo ya que había sido
convenientemente filtrada durante el fin de semana en una jugada
impropia de un país serio y europeo. La sentencia es para muchos, y ya
me perdonarán los jueces que la han redactado, un acto de venganza y una
infamia del Estado.
Solo un país débil y perseguido por sus fantasmas
históricos, que le han condenado a situarse entre los de más bajo nivel
en calidad democrática de la Unión Europea, hubiera sido capaz de llevar
a cabo un atropello tan flagrante de derechos que encontrarán, en un
futuro ciertamente lejano, una respuesta en la justicia europea pero que
hoy suponen la mayor agresión judicial en muchas décadas contra
dirigentes políticos catalanes y que, inexorablemente, nos obliga a
mirar a lo que hizo la España cainita del momento con el president Lluis
Companys.
En este comentario de urgencia y necesariamente incompleto, destacaré tres cosas: las condenas son muy duras,
terrible y exageradamente duras. El hecho que siete de los nueve presos
políticos hasta ahora en prisión preventiva hayan sido condenados a dos
dígitos de privación de libertad lo dice todo. El escarmiento al
movimiento independentista, que tantas veces se ha utilizado para
explicar lo que iba a suceder, se ha consumado.
El discurso televisado del rey Felipe VI el
3 de octubre, dos días después del referéndum de independencia, ha
sido, en líneas generales, escuchado, interpretado y acatado. La
justicia ha hecho lo que la política no debió dejar nunca en sus manos
no solo por responsabilidad sino también por obligación. Dos presidentes
del Gobierno español, Mariano Rajoy y Pedro Sánchez, quedan seriamente retratados por acción o por omisión.
En segundo lugar, las condenas son inaceptables en el caso de todos y cada uno de los nueve acusados presos: desde los 13 años de prisión y 13 de inhabilitación absoluta impuestos a Oriol Junqueras
a los 9 años de prisión y los mismos de inhabilitación absoluta para
Jordi Sànchez y Jordi Cuixart; entre medio están Jordi Turull, Raül
Romeva y Dolors Bassa (12 años), Carme Forcadell (11 años y seis
meses), Joaquim Forn y Josep Rull (10 años y seis meses).
Una mención
separada merece, por su singularidad, la pena impuesta a la presidenta
del Parlament, Carme Forcadell, ya que la condena se produce tras
permitir que la Cámara catalana pudiera debatir unas iniciativas
parlamentarias. ¿Alguien cree en serio que ese es el sentido último del
parlamentarismo? El apoyo internacional a Forcadell de presidentes de
parlamentos regionales, eurodiputados y más de 500 diputados de 25
países denota la singularidad española en lo que respecta a la
consideración de un debate parlamentario.
Algo similar cabría decir de
los Jordis -Sànchez y Cuixart-, activistas pacíficos siempre; también en
la jornada del 20 de septiembre de 2017 en la que su actitud fue
modélica y tendente a rebajar la tensión. ¿No será que el castigo
impuesto a Forcadell, Sànchez y Cuixart tiene mucho que ver con quiénes
eran, con qué cargos ocupaban más que con lo que hicieron?
España se adentra nuevamente en el túnel del tiempo del que algunos,
ingenuamente, creímos hace años que había salido definitivamente. Perez
Rubalcaba acertaba plenamente cuando vaticinó en enero de 2018 que el
Estado español tendría que pagar el coste de quitar de en medio a Puigdemont,
una manera de decir que había que descabezar como fuera todo el
movimiento independentista.
Nadie como Rubalcaba conocía los resortes
del Estado aunque quizás olvidaba que España no era el único actor de
una situación política nueva y que solo ha hecho que empezar. Las
movilizaciones anunciadas de los próximos días y semanas marcarán el
nivel de irritación y de respuesta de la sociedad catalana al atropello.
Porque la sentencia solo ha escrito la respuesta de una parte, la que
era más previsible. El resto, lo veremos a partir de ahora.
(*) Periodista y director de El Nacional
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