El asesino siempre vuelve al lugar del crimen. El PP que ha venido
desangrándose de elección en elección, encuesta tras encuesta, fue apuñalado en el Congreso de Valencia,
cuando Rajoy buscó el apoyo de Arenas y Camps, en Andalucía y Valencia,
para salvar su liderazgo, seriamente amenazado por la acometida de
quienes le reclamaban, con Esperanza Aguirre a la cabeza, una apuesta
ideológica sin ambages.
Ocho años después, la heredera de su legado gubernamental se dispone a reeditar la alianza de 2008 con andaluces y valencianos
–los dos territorios con más peso en la estructura de poder del partido
gracias a unos censos que se han demostrado más falsos que Judas– a
pesar de las funestas consecuencias que aquel pacto trajo consigo. De
hecho fue el origen de la sangría. La artera puñalada que abrió la
herida mortal.
El cónclave valenciano hizo un diagnóstico de la situación profundamente equivocado. Lo ha explicado muy bien el profesor Miguel Angel Quintanilla en un artículo publicado en las páginas de El Mundo
el jueves pasado. Lo que ocurrió es que los cabezas de huevo del PP le
dieron pábulo a la idea de que el PP se había convertido en ese partido
extremista, crispado y pendenciero que la propaganda oficial, a través
de los altavoces de la izquierda, se empeñaba en presentar ante la
opinión pública.
Pero no era cierto. Como recuerda Quintanilla en su
artículo, el PP obtuvo entonces más del 40% del voto de centro, casi
cuatro millones y medio, mientras que el PSOE obtuvo la mitad. Por
alguna extraña razón, el exégeta Arriola leyó los datos al revés y
prescribió la urgente necesidad de cambiar de rumbo y de tripulación.
Rajoy
le compró la mercancía, tiró por la ventana a Acebes y a Zaplana, a
quienes se señalaba como principales artífices de la nefanda política de
crispación, y se dispuso a ensanchar la base social de su electorado
con nuevas cartas de navegación y nuevos contramaestres.
Soraya y Cospedal se hicieron con el mando.
Con ellas a su lado, Rajoy se dispuso a crecer, a mejorar la imagen del
partido y a establecerse mejor en Cataluña y en el País Vasco.
"Eran
muy buenos propósitos –escribe Quintanilla–, pero todo ha salido
exactamente al revés de lo que se pretendía. La realidad es que hoy el
PP está situado mucho más a la derecha que hace diez años, que su
liderazgo ha recibido la menor puntuación de la historia del partido y
que su posición en Cataluña y en el País Vasco, entre otras comunidades,
puede calificarse sin exceso como catastrófica".
Si el PP evaluara con cierto detenimiento estas circunstancias
llegaría a la conclusión de que no puede seguir viviendo en permanente
conflicto con su electorado. Quien suceda a Rajoy debería dar por
fallidas las decisiones de fondo que se adoptaron en el Congreso de
Valencia y devolverle al partido unas señas de identidad
que le reconcilien con su base social.
Pero de los dos candidatos que
han pasado el corte de la primera vuelta de las primarias, solo Pablo
Casado parece haberse percatado de esa necesidad. Soraya Sáenz de
Santamaría, justo al contrario, defiende impertérrita el asombroso
discurso de mantenerse en el error.
Una de las eminencias grises de su
equipo electoral, José María Lasalle, coautor junto a Arriola del plan
de acción que ha traído al PP hasta el borde del despeñadero, ha vuelto a
poner negro sobre blanco, en un artículo publicado en El País, la misma reflexión que indujo a Rajoy a equivocar su apuesta.
Lasalle
ve la opción de Soraya como "un revulsivo de cambio y apertura para
mejorar e incrementar el angular electoral del PP ante una sociedad que
se ha transformado radicalmente en los últimos años" y a Casado como al
máximo exponente de "una actitud de atrincheramiento sentimental que
negativiza la política del partido alrededor de unos principios de
arqueología noventera" condenada a fidelizar la marca en torno a mínimos
electorales.
De nada servirá recordarle a este hombre que los datos desmienten su teoría.
Los "principios de arqueología noventera" que él denuesta llevaron al
PP a tener un rechazo treinta puntos inferior al actual y, sin embargo,
la política ejecutada por el "revulsivo de cambio" ha merecido por dos
veces consecutivas el mayor castigo electoral de los populares desde su
refundación en 1990. No hay peor ciego que el que no quiere ver.
Si
los compromisarios que tienen que votar el día 21 prefieren la
obediencia gregaria a los jefes de las tribus a hacer un análisis
sensato de lo que les ha llevado al fondo del océano, perderán la gran
oportunidad de salir a la superficie. Y todo indica que es la última que
les queda.
(*) Periodista
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