A juzgar por la dureza de los mandobles y por su actitud de obstinada beligerancia, el PP parece tomarse en serio la pelea con Ciudadanos.
Ya no se limita a administrar altivos gestos de desdén o collejas
ocasionales a un rival menor que no tiene ranking. Ahora el duelo va de
otra cosa. No es un peso pesado jugueteando de reojo con un peso mosca
para cubrir el expediente. El mosca ha crecido, se ha hecho fuerte, ha
subido varias categorías y ahora combate por el título.
A medida que se suceden los primeros asaltos crece la sensación de
que la cosa pinta mal para el campeón. El directo al mentón de las elecciones catalanas le
ha hecho besar la lona. Luego, el crochet de izquierdas de las
encuestas le ha vuelto a dejar tarumba. El castigo le ha enrabietado y
ahora trata de tomar la iniciativa con una frenética sucesión de jabs.
El espectáculo es espléndido pero de vez en cuando se escapan algunos
golpes bajos que lo envilecen más de la cuenta.
Uno de los guantazos de Ciudadanos que más le dolió al PP, durante la campaña catalana, fue el de la apelación al voto útil. Albiol no
paraba de repetir una y otra vez que esa estrategia sólo servía para
debilitar la opción de una mayoría constitucionalista. Y tenía parte de
razón. Lo que nunca dijo, en cambio, es que Ciudadanos hacía con ellos
lo mismo que ellos solían hacer con Ciudadanos en todos los procesos
electorales. Era una dosis amarga de su propia medicina.
La estrategia de Rajoy,
desde que los partidos emergentes asomaron la oreja en la vida pública,
consistió en favorecer el crecimiento de Pablo Iglesias para después
poderlo presentar, ante el electorado conservador, como si fuera el
hombre del saco. De esa forma, a los votantes desengañados con el PP no
les quedaba más remedio seguir votándole de por vida por mucho tilín que
les pudiera hacer la idea del coqueteo con Rivera. Eso no era voto del miedo, era voto del terror.
Pero elmiedo no dura eternamente y nada hay más frágil, en política,
que el argumento que se cimenta en una idea negativa. El líder que solo
invita a no hacer determinadas cosas tiene las alas cortas. Quien mueve a
actuar y propone proyectos sugestivos suele llegar más lejos. La
ilusión es mejor motor que el matrimonio a la fuerza. Hace tiempo que el
PP no ve en sus votantes a ciudadanos libres, sino a esclavos de la fidelidad por miedo al caos de un averno imaginario.
Otro de los golpes bajos que está utilizando el PP es el de tildar a Arrimadas
de mezquina por no ceder el diputado que necesita para constituir un
grupo parlamentario propio en Cataluña. Y para argumentar el insulto
recuerdan que Prendes se convirtió en vicepresidente primero del
Congreso gracias al apoyo, teóricamente garboso, que ellos le dieron al
inicio de la legislatura. Convierten así a Ciudadanos en un pedigüeño
rácano y antipático que no devuelve favores.
Pero lo que cuentan no es verdad. ¿Qué tuvo de garboso o magnánimo el apoyo a Prendes? No fue un regalo, fue un trueque.
Y la contrapartida incluía, ni más ni menos, que el voto afirmativo a
la investidura de Rajoy. Quid pro quo. Sin embargo, ¿qué transacción se
produciría si Arrimadas se prestara al cambalache que le propone Albiol?
Puede ser que en términos políticos el cronómetro de los discursos
constitucionalistas arañara algunos segundos, pero en términos de
ejemplaridad sería un desastre sin paliativos.
Este baile de diputados de un grupo a otro es un fraude de ley como
un castillo y suele perseguir fines económicos. Un partido no recibe la
misma subvención si queda relegado al grupo mixto o si consigue grupo
parlamentario propio. La diferencia, en este caso, es de 800.000 euros.
En puridad, el PP no tiene derecho a ellos. Para obtenerlos necesita
hacer algo que, por lo menos, es antiestético. Y lo que aún es peor:
obligar a Ciudadanos a convertirse en su cómplice.
Que al PP no le importe asociar su marca a este tipo de martingalas
no significa que tenga derecho a imponer su anchura de manga a los
demás. Rivera hace bien en no entrarle al juego. Si le
cambia el tamaño de la criba al colador de mosquitos acabará tragándose
los sapos de costumbre. Es mejor que le llamen mezquino a que le llamen
caradura. En eso le va, en gran parte, la suerte de la pelea.
(*) Periodista
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