En 1977, un millón de personas se manifestaron en Barcelona para exigir la restauración del gobierno de Cataluña.
Fue un ejemplo festivo de unidad entre partidos que puso
de manifiesto el papel de liderazgo que Cataluña iba a desempeñar en
forjar el consenso que llevó la transición española a la democracia.
Pero 40 años después la situación es muy distinta.
En la
Diada del 11 de septiembre de este año, los que se manifestaron fueron
los separatistas que quieren la independencia de Cataluña, como han
hecho desde 2012. Estas manifestaciones no han conseguido nada tangible,
pero ponen en peligro el orden democrático de España. Los radicales
secesionistas han suplantado a los dirigentes catalanes, reavivando el
nacionalismo español en el resto de España y dividiendo a la izquierda
en Cataluña y en todo el país.
La estrecha mayoría
separatista en el parlamento catalán ha prometido celebrar un referéndum
sobre la independencia el 1 de octubre. Dicen que un resultado de Sí
sería vinculante, cualquiera que fuese la participación. El Tribunal
Constitucional ha declarado que el plebiscito es ilegal según la
Constitución de 1978. Ha prohibido el referéndum y amenaza con llevar a
juicio a los que lo defiendan.
Esto ha dividido a Cataluña y a España.
Sin
embargo, aunque las encuestas muestran que la mayoría de los catalanes
cree que tiene derecho a votar sobre su propio futuro, como hizo Escocia
en 2014, el mejor resultado obtenido por los partidarios de la
independencia ha sido del 47,7% en las elecciones autonómicas de hace
dos años, lejos de la mayoría necesaria para legitimar una ruptura con
España, sobre todo para los numerosos inmigrantes españoles que viven en
Cataluña.
En comparación con la protesta cívica de esta
semana, el espectáculo de la policía española tratando de confiscar
urnas y papeletas electorales ilícitas no es edificante. Los líderes
separatistas son conscientes de que han alcanzado el máximo de apoyo y
seguramente les gustaría recibir una respuesta dura de Madrid para
conseguir más adeptos. El inflexible Rajoy ha insinuado establecer un
nuevo diálogo con Cataluña, pero lo más probable es que considere el
tema como una sedición que hay que aplastar y no como un problema
político que hay que resolver.
Cuando Rajoy subió al
poder, se negó a discutir un término medio entre el statu quo y la
separación que según las encuestas apoyaba la mayoría de los catalanes:
una Cataluña con mayor autonomía fiscal y un poder más descentralizado.
El
optimismo separatista puede ser exagerado. Podemos, cuyos aliados
dirigen Barcelona y que defiende el "derecho a decidir", está dividido.
El ayuntamiento de Barcelona ha declarado que dará libertad a sus
funcionarios en la votación debido a los riesgos legales que implicaría
no hacerlo. En cualquier caso, la mayoría de los habitantes de Barcelona
están en contra de la independencia.
Un debate estéril
sobre la legitimidad y las sutilezas legales no resolverá el problema.
Un buen punto de partida sería abordar la idea catalana de que Madrid se
queda un porcentaje excesivo de sus impuestos, mucho mayor que el de
los vascos. Jordi Alberich, director general del Cercle d'Economia, un
grupo de expertos catalán no partidista, sugiere que se cree una nueva
institución con "responsabilidad compartida para recaudar y distribuir
los impuestos y que sea sobre todo transparente y justa".
Pero
si Madrid continúa utilizando la Constitución española como algo
inamovible en lugar de como un documento vivo que sirva a los intereses
de un estado moderno dinámico y en evolución, el tiempo para que impere
el sentido común se acabará pronto.
(*) Periodista del 'Financial Times'
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