La semana pasada en este diario digital terminaba yo un tercer
artículo sobre la inmigración, señalando la conveniencia de dedicar
otro, un cuarto, a encuadrar el fenómeno en la Unión Europea. Adelantaba
ya el temor de que lo que debía ser la solución fuese más bien el
problema, y es que por desgracia estamos acostumbrados a que en la UE
todas las cuestiones se enredan y se agravan debido a que es y no es,
quiere serlo, pero no puede.
Se establece la libre circulación de
capitales, pero no se armonizan los sistemas fiscales, laborales y
sociales; quiere ser Unión Monetaria pero no acepta ni la integración
presupuestaria ni la política; en teoría, elimina las fronteras, pero
pone condiciones y límites al libre tránsito en su territorio de
extranjeros y emigrantes, y cada sistema judicial camina por su cuenta, y
desconfía de los otros.
Buena prueba de esto último la estamos sufriendo los españoles,
cuando después de soportar algo tan grave como un golpe de Estado, los
jueces de algunos países, retorciendo los acuerdos europeos, están
poniendo toda clase de trabas a la extradición de los presuntos
delincuentes; y no es que su justicia sea más garantista que la de
España, como pretenden los golpistas.
Cualquiera de ellas hubiese
actuado de manera más contundente ante la rebelión de los gobernantes de
una parte de su territorio. Es simplemente que las poblaciones y las
instituciones de los países del Norte están impregnadas de supremacismo,
desprecian a las del Sur y creen que les pueden dar lecciones de todo,
aunque algunos hayan parido el nazismo y otros vivan del dinero negro.
La Unión Europea, especialmente después de la ampliación, es un
mosaico de países tan heterogéneo que parece imposible que se pongan de
acuerdo en algo y más difícilmente que puedan caminar hacia la
constitución de un Estado, aun cuando este fuese federal. Lo peligroso
en las integraciones económicas y políticas es hacerlas a medias.
¿Cómo
puede conjugarse el espacio Schengen con que cada país se arregle por su
cuenta en materia de emigración y con que los jueces de algunos países
se crean mejores, más demócratas y estén dispuestos a desautorizar y
reírse de los de los países vecinos? ¿Cómo se puede pretender integrar
los aspectos comerciales financieros y monetarios y mantener al mismo
tiempo secuestrados en los Estados nacionales los políticos, sociales y
fiscales?
El 14 del mes pasado en el diario El País, Olivia Muñoz
escribía un artículo titulado “Una Europa con futuro”. Resumía su
tribuna con la siguiente entradilla: “La inmigración y el federalismo
son las mejores estrategias para mantener el santuario europeo de
derechos y libertades. La Unión fiscal y un presupuesto común son las
condiciones “sine qua non” para garantizar la sostenibilidad de la
Eurozona”.
Si traigo a colación este artículo es porque me parece un
buen ejemplo del buenismo que impregna gran parte del discurso europeo.
La Real Academia de la Lengua define buenismo como “la actitud de
quien ante los conflictos rebaja su gravedad con benevolencia o actúa
con excesiva tolerancia”. El 25 de agosto Lucía Méndez, en un artículo
titulado “La moda de ser malvado”, tiende a confundir esta palabra con
el superlativo de bueno, al reprochar que hoy en día, parece que ser
malo es lo bueno y que el término buenismo se ha convertido en un
insulto y un oprobio que descalifica por completo al interlocutor.
Pienso que la descalificación no proviene del hecho de ser bueno, sino
del de efectuar planteamientos optimistas, voluntaristas e irreales. En
ese sentido lo empleo.
Hace bien la señora Muñoz en unir el problema de la emigración a la
idea de un Estado federal, porque si Europa lo fuese, el asunto de la
emigración, como casi todos los problemas a los que se enfrenta la Unión
Europea, presentaría una solución casi inmediata. La cuestión es que
Europa no lo es, y me temo que nunca lo será. De ahí mi calificativo de
buenismo. El artículo, para mostrar la conveniencia de la inmigración,
recurre al envejecimiento de la población que se está produciendo en
todos los países de la UE. El fenómeno, sin duda, es innegable.
Ningún
país de los 28 de la Unión Europea presenta una tasa de fecundidad de al
menos el 2,1%, la mínima para asegurar la reposición de la población. Y
también es innegable que la inmigración podría aliviar el declive, pero
siempre con limitaciones, las de establecer una cierta gradualidad en
la entrada, de manera que fueran asimilables por la sociedad, ya desde
el punto de vista cultural y de valores, ya desde la capacidad de
absorción del mercado de trabajo.
En el artículo de la semana pasada indicaba, aunque me refería
principalmente a España, la relación existente entre la tasa de paro de
un país o de una región y las restricciones que por fuerza tenía que
poner a la hora de mostrar su generosidad con los inmigrantes. De nada
sirve corregir la relación activos-pasivos si se incrementa el número de
parados.
Se puede afirmar que en los momentos actuales el desempleo en
la UE no es excesivamente alto, tampoco excesivamente bajo (7,1% de la
población activa), pero es que esta cifra al ser una media no dice
absolutamente nada, cuando se produce una dispersión tan enorme como
sucede en la UE. Mientras Grecia presenta una tasa del 20,9% y España
del 15,28%, en Alemania es del 3,4% y en Austria del 4,9%.
Y entramos en el verdadero quid de la cuestión, y es que Europa no es
un Estado, ni tiene visos de serlo, sino un conjunto de países con
tradiciones e historias diferentes. Sus intereses también son diversos.
Se encuentran -eso sí- atados artificialmente por tratados de tipo
económico, contradictorios entre sí en muchos casos. La disparidad en
las tasas de desempleo entre los países miembros adquiere lógicamente
mucha más gravedad que la que se produce entre las regiones de un mismo
Estado.
En ambos casos, es, en cierta medida, el resultado de la unidad
de comercial, financiera y monetaria. Ahora bien, dentro de un Estado,
por muy liberal que sea, el presupuesto nacional asume el seguro de
desempleo y otra serie de prestaciones de manera que parcialmente
compensa los desequilibrios, lo que no ocurre en la UE.
A la hora de repartir entre los países el número de inmigrantes a
recibir, sería lógico tener presente como uno de los primeros factores
la tasa de paro, pero no parece que sea ese el criterio de la Comisión
ni el que se está siguiendo hasta ahora, ni el que al final se aprobará,
si es que se termina por aprobar alguno.
Son los países con más
desempleo los que están asumiendo los mayores flujos de inmigrantes:
Grecia, España, Italia, incluso Francia o Portugal, mientras países con
tasas mucho más reducidas como Polonia (3,8), Hungría (3,7), Eslovenia
(5,3) y la República Checa (2,4), Austria (4,9) y Holanda (3,9) no
quieren ni oír hablar del reparto de inmigrantes.
Mención especial en este conjunto hay que hacer al llamado grupo de
Visegrado (Hungría, Polonia, Eslovenia y la República Checa). Han
aparecido como los rebeldes, enfrentándose a los planes de Alemania para
repartir los refugiados asignando cuotas a los distintos países. Pero
de alguna manera su rebelión va mucho más allá que la oposición al
reparto de inmigrantes. Es un claro ejemplo del error que se cometió con
la ampliación. Con una larga historia (1335), su reconstrucción en 1991
se debió en buena medida al propósito de estos países de huir de sus
antecedentes socialistas y acercarse a Europa.
Pero sus planteamientos
son muy distintos de los que en teoría deberían informar la Unión
Monetaria. Abrazan un fuerte nacionalismo, rechazan todo lo que implique
integración, defienden un liberalismo radical, enmarcado por la libre
circulación de factores y mercancías, pero se oponen a toda posible
restricción al dumping laboral y social.
La explicación de esto
último quizás se encuentre en el reducido nivel de sus costes
laborales, aproximadamente cuatro veces más bajos que Dinamarca,
Bélgica, Francia o Alemania; tres veces inferiores que la media de Unión
Europea, y no llegan a la mitad de los de España. De ahí también su
interés en que prime la concepción de Europa como fortaleza, con las
fronteras cerradas a cal y canto a la inmigración.
Lo más grave es que el grupo de Visegrado está sirviendo de polo de
atracción a otros países del Este, con intereses similares y que se le
unen en sus posiciones. En materia de inmigración, Austria está
preparada a capitanearlos y Holanda y Bélgica se acercan a sus
postulados. Italia, en el ojo del huracán, no está dispuesta a seguir
recibiendo los barcos del Mediterráneo y adopta la postura más dura,
mientras que los países nórdicos hace mucho tiempo que se hacen los
suecos, nunca mejor dicho.
Merkel mantiene una actitud ambigua. Si al principio, consciente de
lo mucho que la economía alemana está obteniendo de la Unión Europea y
de que su país cuenta con tasas de natalidad y de paro de las más bajas
de Europa, mantuvo una postura flexible y receptiva en el tema de los
refugiados, planteando, eso sí, un reparto entre países, más tarde, sin
embargo, ante el cerco con que la acorrala la formación política de
extrema derecha “Alternativa por Alemania”, y la presión, casi chantaje,
a la que la somete su partido hermano de Baviera y socio gubernamental,
ha dado marcha atrás y se ha situado en posiciones próximas a Italia y
Austria.
Plantea que los inmigrantes se queden en el país por el que han
entrado, lo que se opone radicalmente a una de las pocas reglas que
alivia las contradicciones de la Unión Monetaria, la libre circulación
de personas y trabajadores. Incluso ha logrado de Sánchez (lo que no ha
debido de ser demasiado difícil, dadas sus ansias de que se le considere
en Europa) la garantía de que admitiría la devolución a España de los
inmigrantes entrados por nuestro país y ahora en suelo alemán. Los
palmeros del Gobierno se han apresurado a manifestar que esta medida
afecta a muy pocas personas. No sé si son muchos o pocos. No es eso lo
importante. Lo relevante es que se da un paso atrás. Se rompe Schengen.
Aunque Schengen está ya prácticamente roto cuando la propia Francia
coloca en Irún una valla invisible, constituida por múltiples patrullas
de gendarmería francesa que, ante la pasividad española, impide a los
subsaharianos provenientes de España entrar en el país vecino. No
importa incluso que hayan traspasado varios kilómetros la frontera, son
devueltos a tierras españolas, lo que curiosamente se podría denominar
una deportación en caliente, aun dentro de la UE.
Con estos mimbres no es extraño que no saliese nada de la última
reunión, la llamada de los Sherpas, convocada para poder dar una
solución al tema. Echan la culpa a Italia del fracaso, pero no parece
que los demás colaborasen mucho, negándose a afrontar el reparto del
barco que esperaba en Catania con 138 inmigrantes a bordo. Bélgica se
negó rotundamente a recoger ningún inmigrante. Es de suponer que las
cosas serían muy distintas si la UE fuese un Estado, aunque fuese
federal.
Pero eso no es más que un sueño, un espejismo, y en las
condiciones actuales, cada Estado va a perseguir sus propios intereses
sin considerar los generales del conjunto y de la Unión. Por eso puede
ser tan peligroso para un país contar con un presidente de Gobierno como
el nuestro que, tal como ha demostrado sobradamente en la moción de
censura, solo se mueve por su ambición personal y por todo aquello que
cree beneficioso para su carrera.
No deja de ser chocante que España
participe de todos los repartos de los inmigrantes de los barcos que
llegan a la otra punta del Mediterráneo (incluso haciéndose, en
exclusiva, cargo de algunos de ellos) pero no se repartan aquellos que
llegan en pateras a Andalucía, o que saltan las vallas en Ceuta o
Melilla.
Lleva toda la razón la señora Muñoz cuando afirma en su artículo que
La Unión fiscal y un presupuesto común son las condiciones “sine qua
non” para garantizar la sostenibilidad de la Eurozona. No puedo estar
más de acuerdo. En múltiples medios y en una infinidad de artículos lo
llevo repitiendo desde que se firmó el Tratado de Maastricht. Pero por
eso mismo creo que la Unión Monetaria es inviable y que, antes o
después, se romperá. El problema de la inmigración y el comportamiento
seguido ante él por los diferentes Estados lo demuestran una vez más.
El
abanico existente en la renta per cápita de los distintos países es tan
amplio (la de Luxemburgo cuadruplica la de Grecia), que los países
ricos nunca aceptarán que se produzca una transferencia de fondos tan
ingente hacia los países más pobres de la Unión como la que se seguiría
de un verdadero presupuesto comunitario similar al existente en
cualquier Estado, por muy federal y liberal que sea.
Hay quien dice que
este problema es menos grave que el de la emigración ya que se puede
solucionar con dinero. Sí pero con una traslación de tanto dinero de
unos países a otros que resulta inimaginable que los ricos la acepten.
De ahí mi calificación de voluntarista y de buenista a todo aquel que la
crea posible.
(*) Interventor y Auditor del Estado. Inspector del Banco de España.