El mundillo oficial español se regocija
del encuentro y hasta hay quien habla de "deshielo". Era tan bajo el
nivel a que habíamos caído que el solo hecho de dialogar, de hablar
durante dos horas y media, se considera un triunfo digno de una
apoteosis. Hablar entre ellas, lo que hace a las personas ciudadanas,
pues, para negarse a hacerlo, es preciso ser bestias o dioses, según
Aristóteles.
Salvadas
las alharacas, el contenido de la prolongada reunión es más bien flaco.
Grandes nombres, comisiones bilaterales de esto y aquello, paralizadas
desde el comienzo de la plaga de M. Rajoy, para negociar transferencias,
competencias y otras esencias. Es el concepto de negociación política de
Sánchez. Añade, como gesto de buena voluntad la retirada de la batería
de recursos del PP contra las leyes sociales de la Generalitat,
detenidas, paralizadas, anuladas, suspendidas o desmochadas, según
procediera.
Torra,
a su vez, cual previsto, pidió la liberación de los presos políticos.
Se presentó con el lazo amarillo. Y también pidió un referéndum pactado
de autodeterminación. La conocida respuesta es que no cabe en la
Constitución. Traducido al román paladino: que no por que no. Es decir,
lo que ambos mandatarios escenificaron a la postre fue un desencuentro
entre personas civilizadas. No se enfrentaron con violencia ni el uno
hizo arrestar al otro y lo envió cargado de cadenas ante el juez
Llarena, Némesis de la Justicia. Pero no se pusieron de acuerdo en nada;
ni siquiera en ponerse de acuerdo.
Ambos
interlocutores salieron como habían entrado y ahora ya saben los dos de
primera mano cuáles son las intenciones del otro. El gobierno español
mantiene una actitud de cerrado "no" heredada del PP y, al renunciar a
hacer una propuesta alternativa, se sitúa en una posición defensiva, en
reacción a lo que el independentismo pueda hacer. Desde el momento en
que Torra declara no cejar en sus propósitos del 1-0 y 27-0 así como las
elecciones de 21 de diciembre está claro que conserva la iniciativa
política y lo más probable es que la ejerza en breve.
En los Cuadernos de la cárcel, de
Antonio Gramsci, en el 7º, nota 6, de la edición de Einaudi se
encuentra una célebre observación que ha hecho correr ríos de tinta en
la exégesis marxiana: "En Oriente, el Estado era todo. La sociedad
civil era primitiva y gelatinosa. En Occidente se daba un equilibrio
entre el Estado y la sociedad civil y, en el temblor del Estado se
observaba de pronto una estructura robusta de la sociedad civil. El
Estado solo era una trinchera avanzada tras de la cual había una robusta
cadena de fortalezas y cuarteles."
Innecesario decir que, a lo largo de esos Cuadernos,
escritos en tan difíciles condiciones, se encuentran otras numerosas
anotaciones, citas, observaciones que matizan la anterior cuando no lo
contradicen. Una razón de más para que la resurrección de la dicotomía
Estado-sociedad civil, que procedía de los economistas clásicos y la
ilustración escocesa, abriera un horizonte de controversias en el campo
del marxismo empezando por Marx en su Crítica a la Filosofía del Derecho de Hegel", que llega a hoy.
Nada
raro. La disyuntiva Estado-sociedad civil es el meollo de la teoría
gramsciana de la hegemonía, acertado giro con que el filósofo sardo
consiguió aunar el espíritu revolucionario del marxismo con la práctica
reformista y hasta fabiana de las sociedades capitalistas desarrolladas.
Esta doctrina, que fue muy seguida en la segunda mitad del XX acabó
convertida en un huero lugar común a partir de 1989 con el hundimiento
de los países comunistas.
En nuestro tiempo aun la emplea Podemos en un
alarde de desconocimiento de sus raíces. Van a buscarlas en algunos
países subdesarrollados y cambian así la China o la India por lugares
como Bolivia y Venezuela, aunque el enunciado de Gramsci es un sutil
quiebro a la espinosa cuestión del modo de producción asiático (el
"Oriente" gramsciano), por cuanto, a estos efectos, tan "asiático" es el
imperio chino como el inca en América. A este disparate se llega
precisamente, al ignorar la importancia de la citada relación
Estado-sociedad civil.
En
realidad, Gramsci quería actualizar la dicotomía. En los cuadernos hay
frecuentes referencias a Hegel y al hecho de que este hubiera
contrapuesto su concepción de la eticidad del Estado a la liberal del
"Estado gendarme". Una idea que el autor de los Cuadernos
recogería en su postulado de un "Estado integral" o "Estado alargado",
con el que daba cuenta del creciente intervencionismo estatal en los
años 30 del siglo XX, con los totalitarismos y el New Deal. Prolongaba
así la crítica marxista a Hegel. La fuerza de transformaación estaba en
la sociedad civil en occidente Y de aquí saliéron polémicas como la de
Poulantzas y Milliband sobre si la sociedad era capitalista o el
capitalista era el Estado.
Marx
acababa fusionando ambos términos y lo mismo hizo Gramsci. Su "Estado
integral" es la suma de la sociedad política y la civil. La teoría
pareció encontrar su triunfo cuando en 1989, las sociedades civiles que
se habían desarrollado en los países comunistas en contra del Estado a
través de movilizaciones ilegales y clandestinas se rebelaban contra la
dominación totalitaria y destruían unos regímenes dictatoriales. Pero en
su triunfo, la teoría encontró su fracaso pues no parece que aquellas
sociedades civiles, capaces de derribar regímenes despóticos hayan
podido luego poner en pie sistemas democráticos aceptables.
A
pesar del interés de la teoría, no he hallado casos concretos en que se
haya aplicado al caso de Catalunya y, sin embargo, parece pensada para
explicarlo. Sabido es por la historia que Castilla, tras unificar y
mantener por la fuerza en diversos momentos la unidad de un país al que
llamó España, convertida en gigantesca cabeza de un desmedrado imperio,
acabó configurando el ejemplo típico del modo de producción asiático o
"despotismo oriental" que está en la base de la teoría gramsciana, esto
es, una sociedad civil subdesarrollada, miserable, inexistente y un
Estado hipertrófico que consumía los escasos recursos colectivos.
Ese
mismo modelo se trasladó a la periferia, a Catalunya, los països
catalans, Euskadi y Galicia: estado parásito que saqueaba los recursos
sociales y económicos pero con una variante. Aunque en Castilla el
Estado “español” saqueaba, la población esquilmada seguía viéndolo como
algo suyo pues el Estado llamado “español” ha sido casi siempre
mayoritariamente monopolio de los castellanos.
Todas las familias
castellanas querían que sus hijos vivieran de lo público, que fueran
funcionarios, militares o curas, todos ellos mantenidos por los
contribuyentes. Nada de dejar entrar a periféricos, sobre todo, vascos y
catalanes. Un Estado parásito anula toda posibilidad de florecimiento e
innovación de una sociedad civil abrumada por las gabelas, sin
iniciativa y que, además, comparte el ideal estatolátrico de sus
retoños.
Frente
a Castilla, las zonas periféricas, especialmente Catalunya se vieron
obligadas a desarrollarse y crecer al margen del Estado. Es notorio que
lo que no se dio en España, una revolución industrial, comercial,
burguesa, sí se dió en Euskadi y, más profunda y ampliamente, en
Cataluña. Fue aquí en donde, por pura fuerza de supervivencia, se
produjo una acumulación primitiva de capital y un desarrollo de la
burguesía ya desde fines del XVIII que acabó originando una robusta
sociedad civil no solo al margen del Estado sino, en muchas ocasiones en
contra de él.
En Catalunya el Estado español no existía más que para
parasitar y esquilmar recursos. Pero sí nació, creció y acabó
imponiéndose una robusta sociedad civil, ágil, empreendedora,
distribuida por todo el país y muy coordinada.
Una
sociedad civil que, a diferencia de las de los antiguos países
comunistas, no solo será capaz de poner fin al Estado español
esquilmador, sino también de construir luego una república democrática,
próspera, abierta. Y aquí reside el principal problema de ese Estado
español, dominado por una oligarquia castellana, nacional católica,
parásita y esquilmadora.
Y bastante inepta. Un Estado que no ha dudado
nunca en recurrir a los medios más atroces para someter a los catalanes y
asimilarlos a los castellanos a base de tratar de exterminar su lengua y
cultura y prohibir sus instituciones. Y que jamás lo ha conseguido.
Y
menos que lo conseguirá ahora cuando ya está clara la situación:
Catalunya lucha por su independencia de este Estado español fallido y
despótico que ya no puede responder con el mismo grado de violencia y
crueldad con que lo hizo en el pasado, dadas las circunstancias
europeas.
Un
Estado que, además, es incapaz de comprender lo que tiene enfrente,
incapaz de ver que se trata de una revolución apoyada por una sociedad
muy desarrollada, interclasista y transversal. Un Estado tan obtuso como
los jueces franquistas de que se sirve para contener su hundimiento y
que cree que su adversario no es todo un pueblo movilizado, sino un
grupo de políticos a los que se puede reprimir, amenazar, encarcelar en
la vana esperanza de extirpar el movimiento social que encabezan.
Por
esta profunda incapacidad para entender al otro perdió España su
imperio. Y sigue haciéndolo ahora. Sánchez no es mejor que la recua de
gobernantes nacional-españoles mesetarios que le han precedido. Por
reaccionarios y carcundas que fueran.
La
independencia de Cataluña será una realidad más pronto que tarde debido
a la robustez de la sociedad civil catalana (la real, no la fake de la
SCC) y el carácter gelatinoso del Estado español. Porque España es un
caso acabado de despotismo oriental, aunque sea parte de Occidente.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED