Mucho se habla y hablará sobre la reforma hipotecaria.
También sobre el alcance de la misma, la esencia, pues conviene no
confundirla con la circunstancia. Máxime en un país que se legisla no
pocas veces desde la precipitación, la improvisación y la
provisionalidad.
Tomemos como ejemplo la norma concursal de 2003,
que ha sido reformada, retocada, parcheada un sinfín de ocasiones y de
la que desde hace unas semanas el ministro ya tiene una propuesta de
real decreto-legislativo por el que se aprueba el texto refundido de la
Ley Concursal, con la friolera de 751 artículos y manado de la Comisión
General de Codificación. Veremos si arrumba a puerto o no, y en qué
condiciones o si dormirá el sueño de los justos como aquella propuesta
de 2002 de código de sociedades o el nonato proyecto de Código
Mercantil.
Toca ahora legislar sobre las hipotecas, sobre las
cláusulas, sobre reembolsos anticipados, sobre las ejecuciones, sobre la
tutela del consumidor cliente. Por fin, en el centro de la contratación, la transparencia,
la concreción, la claridad, la sencillez en la redacción de las
cláusulas, la información, la selección adversa de riesgos, la
publicidad. El asesoramiento. La elaboración de fichas estándar con
información esencial de los costes del crédito.
Pues muchas cosas y ninguna en particular fallaron a la vez. ¿Qué conoce y cómo es la calidad de esa capacidad cognitiva el consumidor persona física, incluso el autónomo?
¿Es capaz de advertir la magnitud del riesgo que asume y las
obligaciones que contrae? Ahí está la prueba del equilibrio, y la labor
también de fedatarios que comprueben ese alcance que ha de ser fruto de
la negociación por mucho que hoy en día la negociación bilateral esté
erosionada ante las distintas capacidades económicas de las partes y la
estandarización de todos los contratos en masa.
Y toca a raíz del tirón de orejas de Europa.
Pues aquí siempre hemos ido a remolque. A ritmo somnoliento y cansino.
Todo alumno de Derecho aprende pronto, cuando estudia Derecho
patrimonial, Derecho de garantías o concursal, el valor real que tiene
el genérico artículo 1.911 del Código Civil con su responsabilidad
patrimonial universal, aquel que viene a blasonar, otra cosa es la
realidad, que el deudor responde de sus deudas con todos sus bienes
presentes y futuros.
Pero corramos un tupido, que no estúpido, velo. Todo acreedor pondera, calibra dos riesgos en toda financiación,
el de cumplimiento y el de solvencia, o lo que es lo mismo, el de
incumplimiento o el de insolvencia de su deudor. Calibrados estos, la
financiación viene en función de la garantía, de la solvencia, de la
afección específica y privilegiada de unos determinados bienes. Y como
bien señaló en su día la doctrina norteamericana (Jackson y Kronmann),
el verdadero valor de una garantía depende del grado en que aísla las
pretensiones de un acreedor frente a las del resto de acreedores.
Pues
bien es verdad que el acreedor que garantiza o asegura a su favor un
bien del deudor o tercero no lo hace frente a este, sino frente a todos
los potenciales acreedores que concurran a ese patrimonio. Descontar
riesgos, seleccionarlos, anticiparse con la garantía de lo mejor del
patrimonio del deudor (garantía real) o de un tercero (real o personal),
que le blinde, le privilegie y priorice en caso de concurrencia en una
ejecución.
Ahora el Gobierno quiere frenar, y acierta, el impulso ejecutorio, aunque más bien ralentizarlo,
sin que quepa una ejecución al primer impago. O lo que es lo mismo, el
desahucio, el lanzamiento, la venta o enajenación, o carta de pago por
la totalidad del bien garantizado, en suma, del inmueble objeto del
préstamo hipotecario. Se hace tarde, pero se hace y no a iniciativa
propia, sino de los tribunales europeos. Pero más vale la dicha y la
tardanza que no la ignorancia y el silencio.
De nada sirve si al tiempo no ponemos el acento en frenar la exigencia abusiva de sobregarantías y figuras análogas
que cumplen semejante función como son algunos seguros y que nunca se
ejecutarán. Este abuso, esta exigencia de una autocontratación excesiva
que solo apalanca y superpone garantías que nunca serán exigidas o
realizadas no solo desvalija el patrimonio del deudor sino que lo hace
más vulnerable e inoperativo. Haría bien el Gobierno en poner énfasis
por esta vía, y no dejar reducido a mera entelequia el artículo 88 de
las cláusulas abusivas por sobregarantía de la Ley de Consumidores y
Usuarios.
Si a partir de ahora el arma del beneficio del plazo se diluye,
este es, articulo 1.129.3 del Código Civil por el que se pierde el
beneficio del plazo del deudor en aquella obligación duradera ante el
incumplimiento o impago de una cuota haciéndose exigible inmediatamente
toda la obligación, esto redundará sin duda en los deudores que aun
están sufriendo los impasses de esta crisis a la que le puede faltar
alguna vuelta de hoja de aquí a un año.
No basta para la ejecución un incumplimiento, hay
que llegar a un tanto por ciento de la deuda en función del plazo de la
obligación, 10 o más años, para proceder a la ejecución, al ius realizandi o vendendi,
poderosa arma que robustece todo préstamo con garantía real. Una
garantía vale por lo que puede llegar a valer y ser realizable en el
momento de su ejecución. De lo contrario espera, vive su fase estática
hasta que entra en el dinamismo ejecutorio.
Hagamos las cosas bien, con
sensatez, prudencia y sentido común. Sin que encarezca el crédito, sin
que permita puertas o fisuras anómalas, como pactos comisorios ex intervallo,
como ejecuciones el mismo día que se produce el auto que declara el
concurso para garantías financieras y un largo etcétera que han ido
entrando no pocas veces por las puertas de atrás. Luz, transparencia y
sensatez.
Garantismo y desjudicialización solo pueden ir de la mano si
se evita el abuso, y la información fluye ex ante y durante, también ex
post, de un contrato ante todas las vicisitudes que el mismo puede
vivir, tanto en la fase estática del crédito y la garantía como en la
dinámica de incumplimiento y ejecución. Equilibrio. Esa es la clave de
bóveda, equilibrio y confianza a través del rigor, la profesionalidad, y la reciprocidad de intereses.
(*) Profesor de Derecho de la Universidad Pontificia Comillas.