La revista argentina La Vanguardia
me publica este artículo, dando cuenta de las primarias del PSOE.
Incluyo copia del artículo entero. Quien quiera leerlo en el original
(contiene entradillas, fotos y elementos tipográficos atractivos) lo
tiene aquí.
El
histórico Partido Socialista Obrero Español, con casi 140 años a sus
espaldas es el partido más antiguo de España y uno de los más antiguos
de Europa, después del Conservador británico y el Socialdemócrata
alemán. La historia contemporánea de España, por tanto, está
inextricablemente unida a la de esta primera organización de la clase
obrera y el propio país es incomprensible sin tomarla en consideración.
El partido consiguió su primera representación parlamentaria en el
primer decenio del siglo XX, participó en la huelga general de 1917,
tuvo una ambigua relación con la dictadura de Primo de Rivera en los
años veinte, fue destacado puntal de la IIª República, participó en la
sublevación revolucionaria de 1934, fue partido de gobierno durante la
guerra civil, estuvo proscrito en la dictadura franquista, cuando
padeció persecución, fue partido de gobierno en la IIIª Restauración
borbónica, entre 1982 y 1996, volvió al poder de 2004 a 2011 y
actualmente se encuentra en un momento de crisis en el que, como siempre
pasa en estos casos, según la orientación que tome, se mantendrá o
perecerá.
La
crisis económica, que ha sido especialmente virulenta en España debido a
su peculiar sistema productivo y la incompetencia y corrupción secular
de sus clases dominantes, puso abrupto fin a la segunda legislatura
socialista de Rodríguez Zapatero en 2011, envió al partido a la
oposición y lo sumió en la citada crisis que ahora culmina en las
elecciones primarias, convocadas para mayo y en las que se decidirá el
destino de la organización para los próximos años.
A esa crisis
económica de modelo productivo se suma una tradicional problemática
vinculada a la organización territorial del Estado, que se agudizó con
la sentencia del Tribunal Constitucional de mayo de 2010 relativa a la
reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña y en la que se negaba a
esta comunidad la condición jurídica de nación. Dicha sentencia fue el
pistoletazo de salida de un renacimiento del espíritu independentista
catalán que ha cuajado en un Parlamento de mayoría de esta orientación y
un gobierno de la Generalitat, con una hoja de ruta hacia la
independencia que culminará en un previsto referéndum de
autodeterminación en septiembre de 2017, dentro de seis meses, que el
gobierno central quiere prohibir y el autonómico realizar a pesar de
todo.
En
buena medida, el conflicto del PSOE en estos tiempo refleja el que
afecta al país en su conjunto. A las elecciones primarias a la
Secretaría General, convocadas por la Comisión Gestora para el 21 de
mayo se presentan tres candidaturas principales y quizá alguna otra más
si consigue reunir los avales necesarios. De las tres principales, dos,
la de la presidenta de Andalucía, Susana Díaz y la del exsecretario
general del propio PSOE, Pedro Sánchez, defenestrado por un golpe
palaciego interno al partido el pasado 1º de octubre de 2016, son las
que parten con mayores posibilidades. Una somera consideración de sus
características nos servirá para comprender el momento político español y
las perspectivas del PSOE.
La
candidatura de Susana Díaz es de carácter institucional, goza del apoyo
de la mayoría de los cuadros del partido, del aparato de éste y de los
antiguos dirigentes del PSOE, hoy retirados, pero que siguen actuando
como asesores de prestigio. Es una candidatura afín al espíritu del
régimen político de la IIIª Restauración borbónica, conforme con el
sistema del turnismo bipartidista, eco del de la IIª Restauración
canovista de 1875 a 1923, que no cuestiona la legitimidad de la
monarquía, ni la confusa relación entre la Iglesia y el Estado en España
y no tiene intención de alterar la condición de “Estado dentro del
Estado” de que goza la iglesia católica.
Tampoco objeta al sistema
actual de reparto del poder territorial, antepone el mantenimiento del
statu quo autonómico a cualquier otra consideración y tiene un acuerdo
de fondo en cuanto a los fundamentos mismos del sistema de 1978, sin
plantearse ningún tipo de reforma radical que dé paso a una nueva
estructura. La candidata Díaz preside una Comunidad Autónoma en la que
el PSOE lleva gobernando ininterrumpidamente durante 40 años, lo que ha
provocado un nivel alto de corrupción institucional que, en cierto modo,
la emparenta con el gobierno del Estado, asimismo caracterizado por uno
de los niveles más altos de corrupción del mundo.
Es,
pues, una candidatura continuista con el orden de la IIIª Restauración,
colaboracionista con los gobiernos de la derecha y defensora de la
unidad territorial de España en la situación actual, sin apuntar a
reforma alguna que muestre sensibilidad frente a los tradicionales
agravios catalanes (las greuges catalanes), que se arrastran desde hace
siglos y se han agudizado recientemente a cuenta de la crisis.
Es más,
quizá pueda decirse que el sentido profundo de esta candidatura
socialista andaluza –caracterizada por un nivel alto de populismo y un
punto de caudillismo personal- sea la formación de una especia de “unión
patriótica sagrada española” frente a la amenaza de independencia de
Cataluña. Esto explica asimismo por qué la candidatura de Susana Díaz
despierta más simpatías entre la derecha del país que entre la
izquierda, al extremo de una mayoría de votantes del PP la prefiere al
frente del PSOE en lugar de Pedro Sánchez.
A
su vez, la candidatura rival, la del exsecretario general, procede del
momento crítico y conflictivo de su defenestración en un Comité Federal
del 1º de octubre de 2016. Se produce así como una especie de reacción
frente a una maniobra del aparato del partido, de los cuadros
intermedios y los intereses creados ante un secretario general que había
sido elegido por las bases del partido y del que los funcionarios de
éste, los llamados “barones” y las viejas glorias asesoras –esto es, el
establishment socialista-, sospechaban que pretendía llegar a acuerdos
subrepticios con los dos factores que el PSOE institucional considera
sus enemigos mortales: a) la nueva izquierda surgida al amparo de la
crisis económica bajo la forma de la organización Podemos, heredera y
renovadora del anquilosado Partido Comunista y b) el peligro de una
ruptura de España a través de la independencia de Cataluña. En otras
palabras, Pedro Sánchez fue defenestrado en una operación preventiva del
aparato del partido, más interesado en colaborar con la derecha
española nacional-católica y centralista, que en hacerlo con la
izquierda y en formar un gobierno de esta orientación, como el que hay
en Portugal.
La
candidatura de Sánchez, sin embargo, se apoya en la poderosa reacción
que han tenido las bases del partido, entre las cuales ha cundido la
indignación de que unos burócratas, funcionarios del partido y políticos
profesionales, pusieran término en una maniobra de pasillo al mandato
de un secretario general elegido por ellas misma. Esta candidatura se
publicita a sí misma como una de la militancia, de la izquierda y de la
renovación y regeneración del PSOE.
En algunos aspectos mantiene una
actitud más clara y decididamente de izquierda que la de Susana Díaz,
por ejemplo, en materia de laicismo. Sánchez propugna la definitiva
separación de la iglesia y el Estado, lo cual, y aunque parezca mentira,
hoy es algo revolucionario en España. También hay una diferencia
radical en la visión de la izquierda.
La candidatura de Sánchez propone
un gobierno con alianza de la izquierda, una especie de reproducción en
el país del ejemplo portugués o de repetición en España del “programa
común de la izquierda” de Francia en los años 80 del siglo pasado.
Asimismo articula un programa más radical de salida de la crisis, con
más claras propuestas de relanzamiento económico con atención a la
juventud y los sectores menos favorecidos.
En
los asuntos más delicados y problemáticos, como son la forma monárquica
o republicana del Estado y el derecho de los catalanes a la
autodeterminación, la candidatura de Sánchez es más ambigua: no hay un
pronunciamiento a favor de la República –la última forma de gobierno
legítima que ha habido en España- ni tampoco del derecho de los
catalanes a decidir. Hasta qué punto esta ambigüedad y este silencio son
tácticos o estratégicos en función de la candidatura es algo que se
verá en su momento, y algo también que podrá ir calibrándose a medida
que se desarrolle la campaña electoral de las primarias, es decir hasta
el 21 de mayo.
De
siempre se ha dicho que el PSOE tiene dos almas (por otro lado, como
todos los partidos socialistas y socialdemócratas del mundo), el alma
radical y el alma reformista. Dado el giro mundial hacia el moderantismo
político, hoy esas dos almas podrían reformularse como una conservadora
y otra progresista y, de ser así, dibujarían muy bien la situación
actual del PSOE: una propuesta conservadora, asimilable a la derecha
tradicionalmente nacional-católica y otra más progresista, asimilable a
un intento de recuperación del espíritu reformista radical de la
socialdemocracia.
Innecesario
decir que todos los medios de comunicación favorecen la candidatura
conservadora, como el mundo de la empresa y las finanzas, mientras que
la candidatura de la izquierda solo cuenta con el apoyo de la
militancia. Pero hay dos factores en esta situación que permiten abrigar
la esperanza de que, por una vez, el resultado no sea el que todo el
mundo espera. Primero: el cuerpo electoral en las primarias,
precisamente, es la militancia de forma que, si el aparato del partido
no hace demasiadas trampas, la militancia puede imponerse.
Segundo, los
medios de comunicación ya no reinan de modo absoluto en la opinión
pública, sino que han tenido que dejar espacio a un nuevo ámbito de
debate público en las redes y en estas, mucho más populares que los
medios institucionales públicos o privados, la presencia de la
candidatura de Sánchez es muy superior a la de Susana Díaz.
La repentina reaparición del contencioso de Gibraltar en el escenario
del Brexit ha provocado una pequeña crisis internacional con batir de
tambores guerreros en el viejo continente. En la confusión de las
condiciones de negociación de la salida de los británicos, estos,
extrañamente, han olvidado precisar la situación del Peñón. Planteado el
problema, la UE hace suya la posición de la ONU respecto a la necesidad
de descolonización de Gibraltar, incluido en la lista de territorios
que no tienen autogobierno y la señora Merkel remacha recordando la
doctrina de la integridad territorial de los Estados. De este modo, la
UE advierte al Reino Unido de que cualquier cambio en la roca tendrá que
darse con el acuerdo común con España.
Esta conclusión consagra una situación de co-soberanía de hecho que los británicos no habían previsto y no parecen dispuestos a aceptar sin más. Sorprendidos en su descuido, muchos se han lanzado a una campaña de ultranacionalismo belicoso, amenazando con ir a la guerra por el Peñón y recordando el episodio de las Malvinas, hace 35 años. Por primera vez en este contencioso secular parece que han sido los ingleses los adelantados de la fanfarronería y el patriotismo de hojalata que habitualmente se atribuye a los españoles. Hasta tal punto que, a diferencia de la “Dama de hierro”, Thatcher, la actual primera ministra, May, trata de apaciguar los ánimos.
Asimismo, algunas otras voces, menos truculentas pero quizá más expeditivas políticamente, prefieren ir por otra vía y sostienen que, de perseverar España en su pretensión de retrocesión de la Roca, Gran Bretaña debe apoyar en la ONU la independencia de Cataluña. La casualidad y las complicaciones de la diplomacia juegan de nuevo a favor de una finalidad del independentismo catalán: internacionalizar el problema para tratar de obtener la independencia por implicación de la comunidad internacional. Y, desde luego, sería una gran baza contar con el apoyo de una potencia del Consejo de Seguridad para plantear la cuestión catalana en la ONU.
Como en una ironía de la historia, los destinos de Cataluña y Gibraltar vuelven a cruzarse como en los tiempos del Tratado de Utrecht en 1713 cuando Gibraltar fue parte del precio que Felipe V hubo de pagar para conseguir que la Gran Bretaña abandonara la defensa de Cataluña y permitiera que los Borbones abolieran sus libertades, como habían hecho con Valencia y las Baleares. A los efectos de la propaganda y la notoriedad internacionales, este paralelo parece conveniente, pero poco realista porque, aparte de las dificultades intrínsecas de plantear el contencioso en el campo de la descolonización, en donde la ONU no lo considera, los independentistas catalanes no deben depositar muchas esperanzas en que esta vez Gran Bretaña no vaya a abandonarlos.
Sean cuales sean las dificultades europeas, el peso diplomático de Gran Bretaña en la Unión, aunque esté fuera, es superior al de España aunque esté dentro. Además, y ello es determinante, el caso de Gibraltar no ofrece lugar a muchas dudas si se consideran dos factores encadenados. En primer lugar, el estatus de colonia es desmentido por el texto literal del citado Tratado en el que el Rey Católico español otorga a Inglaterra la propiedad de Gibraltar “absolutamente para que la tenga y goce con entero derecho y para siempre, sin excepción ni impedimento alguno”, con la sola reserva de que, cuando “le pareciere conveniente dar, vender o enajenar, de cualquier modo la propiedad de la dicha Ciudad de Gibraltar”, conceda a España “la primera acción antes que a otros para redimirla”. Dicho lo cual, hay poco más que hablar. Gran Bretaña posee legítimamente Gibraltar, a perpetuidad, si quiere, al menos mientras se reconozca la validez del Tratado de Utrecht.
¿Que será preciso adaptarse a las nuevas circunstancias geopolíticas de la UE y tomar en consideración el criterio comunitario de la soberanía compartida? Muy probablemente, pero esta actitud viene compensada con el segundo factor mencionado y tan sobrevenido desde Utrecht hasta hoy como el cambio de Europa y es el respeto al derecho de autodeterminación de los pueblos. Este segundo factor muestra la fortaleza de la posición inglesa en el contencioso. Dos referéndums se han realizado en Gibraltar sobre la retrocesión a España y en ambos más del 95% de la población ha sido partidario de conservar la ciudadanía británica y rechazar la española.
Los dos datos señalan los extremos del problema: Inglaterra no para barras en el principio de integridad territorial de los Estados (cuya aplicación a España es dudosa, cuenta habida de los enclaves de Ceuta y Melilla) y se aferra al derecho de autodeterminación de la población concernida. España. Por el contrario, sostiene el principio de la integridad territorial y no respeta el de la libre autodeterminación de los pueblos. No es difícil comprender que la posición española es perdedora de acuerdo con las convicciones contemporáneas.
Al independentismo catalán le favorece el eco internacional del contencioso por la visibilidad que otorga a su reivindicación emancipadora. Pero su fuerza no reside en las distintas interpretaciones de antiguos tratados, sino en la recta aplicación de un principio universalmente reconocido a partir del siglo XX: el del derecho de autodeterminación de los pueblos.
Esta conclusión consagra una situación de co-soberanía de hecho que los británicos no habían previsto y no parecen dispuestos a aceptar sin más. Sorprendidos en su descuido, muchos se han lanzado a una campaña de ultranacionalismo belicoso, amenazando con ir a la guerra por el Peñón y recordando el episodio de las Malvinas, hace 35 años. Por primera vez en este contencioso secular parece que han sido los ingleses los adelantados de la fanfarronería y el patriotismo de hojalata que habitualmente se atribuye a los españoles. Hasta tal punto que, a diferencia de la “Dama de hierro”, Thatcher, la actual primera ministra, May, trata de apaciguar los ánimos.
Asimismo, algunas otras voces, menos truculentas pero quizá más expeditivas políticamente, prefieren ir por otra vía y sostienen que, de perseverar España en su pretensión de retrocesión de la Roca, Gran Bretaña debe apoyar en la ONU la independencia de Cataluña. La casualidad y las complicaciones de la diplomacia juegan de nuevo a favor de una finalidad del independentismo catalán: internacionalizar el problema para tratar de obtener la independencia por implicación de la comunidad internacional. Y, desde luego, sería una gran baza contar con el apoyo de una potencia del Consejo de Seguridad para plantear la cuestión catalana en la ONU.
Como en una ironía de la historia, los destinos de Cataluña y Gibraltar vuelven a cruzarse como en los tiempos del Tratado de Utrecht en 1713 cuando Gibraltar fue parte del precio que Felipe V hubo de pagar para conseguir que la Gran Bretaña abandonara la defensa de Cataluña y permitiera que los Borbones abolieran sus libertades, como habían hecho con Valencia y las Baleares. A los efectos de la propaganda y la notoriedad internacionales, este paralelo parece conveniente, pero poco realista porque, aparte de las dificultades intrínsecas de plantear el contencioso en el campo de la descolonización, en donde la ONU no lo considera, los independentistas catalanes no deben depositar muchas esperanzas en que esta vez Gran Bretaña no vaya a abandonarlos.
Sean cuales sean las dificultades europeas, el peso diplomático de Gran Bretaña en la Unión, aunque esté fuera, es superior al de España aunque esté dentro. Además, y ello es determinante, el caso de Gibraltar no ofrece lugar a muchas dudas si se consideran dos factores encadenados. En primer lugar, el estatus de colonia es desmentido por el texto literal del citado Tratado en el que el Rey Católico español otorga a Inglaterra la propiedad de Gibraltar “absolutamente para que la tenga y goce con entero derecho y para siempre, sin excepción ni impedimento alguno”, con la sola reserva de que, cuando “le pareciere conveniente dar, vender o enajenar, de cualquier modo la propiedad de la dicha Ciudad de Gibraltar”, conceda a España “la primera acción antes que a otros para redimirla”. Dicho lo cual, hay poco más que hablar. Gran Bretaña posee legítimamente Gibraltar, a perpetuidad, si quiere, al menos mientras se reconozca la validez del Tratado de Utrecht.
¿Que será preciso adaptarse a las nuevas circunstancias geopolíticas de la UE y tomar en consideración el criterio comunitario de la soberanía compartida? Muy probablemente, pero esta actitud viene compensada con el segundo factor mencionado y tan sobrevenido desde Utrecht hasta hoy como el cambio de Europa y es el respeto al derecho de autodeterminación de los pueblos. Este segundo factor muestra la fortaleza de la posición inglesa en el contencioso. Dos referéndums se han realizado en Gibraltar sobre la retrocesión a España y en ambos más del 95% de la población ha sido partidario de conservar la ciudadanía británica y rechazar la española.
Los dos datos señalan los extremos del problema: Inglaterra no para barras en el principio de integridad territorial de los Estados (cuya aplicación a España es dudosa, cuenta habida de los enclaves de Ceuta y Melilla) y se aferra al derecho de autodeterminación de la población concernida. España. Por el contrario, sostiene el principio de la integridad territorial y no respeta el de la libre autodeterminación de los pueblos. No es difícil comprender que la posición española es perdedora de acuerdo con las convicciones contemporáneas.
Al independentismo catalán le favorece el eco internacional del contencioso por la visibilidad que otorga a su reivindicación emancipadora. Pero su fuerza no reside en las distintas interpretaciones de antiguos tratados, sino en la recta aplicación de un principio universalmente reconocido a partir del siglo XX: el del derecho de autodeterminación de los pueblos.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED