El PSOE dice que es un partido de izquierdas.
Bueno, quizá ya pocos socialistas definan su partido exactamente así,
dicen que es progresista. Sin embargo, llegamos a julio sin que el
partido en el gobierno haya podido formar gobierno. No es que no haya
formado un gobierno de izquierdas, es que no ha podido siquiera formar
un gobierno progresista.
El PSOE tiene, pues, un problema de identidad
política que supone un problema de gobernabilidad, tiene un problema de
coherencia ideológica que supone un problema para el ejercicio del
poder, un problema de Estado. Todos y todas tenemos, en fin, el problema
que tiene el PSOE.
Y, mientras el PSOE sigue sin resolverlo, las
ultraderechas y sus cómplices van poniendo en práctica, pactito a
pactito, su indeseable congruencia: la que pone en peligro los derechos
civiles y los avances sociales.
A estas alturas de una
película que ya aburre hasta a los más fieles seguidores de la ficción
política, es responsabilidad del PSOE -a quien el jefe del Estado dio el
mandato de gobierno a través del candidato Pedro Sánchez- que no esté
en marcha una legislatura que oponga todas las herramientas del tan
constitucionalista poder como freno a los excesos de esas ultraderechas.
Claro que para ello hay que inspirarse en un espíritu, unos principios,
unos valores, unos proyectos y unas medidas de corte, al menos,
progresista, como les gusta decir (y aunque choquen por definición con
la estructura misma de corte, que eso ya nos tienen acostumbradas a que
sea otro cantar).
El problema que tenemos es que el
PSOE se resiste a constituir un gobierno que sea progresista no solo de
palabra sino de hecho. Aterrorizado por las amenazas de los poderes
económicos, aterrorizado con la posibilidad de establecer acuerdos de
gobierno con el hombre del saco en que, interesadamente, se ha
convertido a la izquierda en España, el PSOE se está viendo incapaz de
garantizar la investidura de su candidato a la presidencia. Sánchez ha
estado aguantando la respiración política de unos pactos que le son
imprescindibles hasta ver qué pasaba en municipios y autonomías.
Lo cual
responde una lógica política subsidiaria, a la que falta la altura del
servicio público que ya tarda demasiado en ejercerse. Y tal servicio
público, desde una lógica política que fuera honesta, debiera
planificarse con los socios más afines. Si eres un partido que se dice
progresista y en tu seno aún hay quienes se consideran de izquierdas, no
puedes estar esperando a ver qué hace la derecha que pacta con la
ultraderecha para ver si te conviene más como socia que la izquierda.
Esa tierra de nadie ideológica en la que se ha quedado
atrapado el PSOE es la que está impidiendo garantizar la investidura del
presidente Sánchez y el diseño de la siguiente legislatura. Durante la
campaña electoral, Sánchez hizo a Iglesias, para contar con su apoyo,
unos explícitos guiños que ahora parecen meros tics engañosos, lo cual
supone una deslealtad no solo a Iglesias sino a todo el sistema de
representación parlamentaria. Pactar es negociar. Negociar es repartir.
Y, si se supone que la formación ideológicamente más afín al PSOE es
Unidas Podemos, es con Unidas Podemos, por muchas que sean sus
diferencias, con quien el PSOE ha de negociar, es decir, pactar, es
decir, repartir. Solo la incoherencia ideológica o los miedos espurios
pueden impedir que funcione esta mecánica política. Lógicamente, la
incoherencia y los miedos de Sánchez.
Culpar a Iglesias, o a cualquiera
que fuera la otra parte de la negociación política, de que exija las
contrapartidas que le corresponden es absurdo, desde luego, pero sobre
todo es alevoso, pues juega a los intereses de unos con la confusión de
todos. Digamos que se parece a una tomadura de pelo.
Iglesias
solo está haciendo lo que tiene que hacer. ¿A qué juega entonces
Sánchez? ¿No era el suyo un partido de izquierdas? ¿No es, al menos, un
partido progresista? Si la respuesta es sí (al menos, la respuesta a la
segunda pregunta), el PSOE debe pactar ya –negociar, repartir- con
Unidas Podemos.
La gran repugnancia que eso parece producirle (a pesar
del síndrome de Tourette político manifestado en periodo electoral) solo
deja dos salidas en el camino a la gobernabilidad: por un lado, esa
sospechosa repetición de elecciones que se utiliza como amenaza; y por
otro, que el pacto, la negociación, el reparto, se termine haciendo con
Ciudadanos, por mucha presunta repugnancia que, a su vez, manifieste el
partido del falaz Rivera, bruñidor de la ultraderecha.
Las dos salidas
conducirían a la vergüenza política. Nunca más podría el PSOE decir que
es un partido progresista. Mucho menos de izquierdas. Si lo es, que lo
demuestre. Y es ahora cuando debe demostrarlo.
(*) Columnista y activista
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