martes, 26 de febrero de 2019

La reforma que eludió calibrar riesgos / Joan Tapia *

Los objetivos del catalanismo político a lo largo del siglo XX siempre fueron la consecución y el aumento del autogobierno y la europeización de España a través de la acción política en Madrid. Antes de la Guerra Civil los nombres del tándem Francesc Cambó y Prat de la Riba de la Lliga lo atestiguan. 

Pero también los de políticos de la izquierda catalanista como Jaume Carner, ministro de Hacienda de Manuel Azaña; Lluís Companys, presidente de la Generalitat y antes ministro de Marina de la II República, o del propio Francesc Maciá en su etapa de gobernante. 

Tras la recuperación de la democracia se abre un largo periodo con luces y sombras, pero bastante satisfactorio, en el que destacan los nombres de Jordi Pujol y Miquel Roca, Narcís Serra y Ernest Lluch o Jordi Solé Tura y Antoni Gutiérrez Díaz. 

Sin embargo, tras la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010, que amputa el Estatut de 2006, el catalanismo se divide y una parte sustancial de él inicia un camino hacia la exigencia de la secesión que acaba en 2017 con una declaración unilateral de independencia que es abortada por la imposición por el Gobierno de Madrid del 155 y la destitución del Gobierno de la Generalitat. 

Ahora, tras las elecciones del 27-D de 2017 el independentismo manda en una Generalitat autonómica en la que no cree, con poca vocación de gobierno efectivo y reivindicando –con más o menos entusiasmo– una república que no llegó a existir. 

Y la influencia del catalanismo en Madrid y en la opinión pública española ha descendido sensiblemente. A no ser que se crea que el unilateralismo puede triunfar en breve allí donde fracasó el 27-D, el balance de la acción del catalanismo –dividido desde el 2010 en independentismo y autonomismo– es francamente negativo: autogobierno estancado y poca influencia en Madrid para defender con eficacia los intereses de Cataluña.

Es evidente que gran parte de la responsabilidad de la grave crisis institucional que ha llevado a esta situación corresponde a los partidos españoles –básicamente al PP– que reaccionó muy negativamente a la alianza del catalanismo de izquierdas (el tripartito) con el Gobierno Zapatero en 2004 y que acabó haciendo naufragar gran parte de la promesa de la reforma estatutaria de 2006. 

Pero atribuir toda la responsabilidad a los otros, a la derecha española, o al españolismo del PP más el del PSOE, sería ignorar parte de la realidad. 

El catalanismo cometió también graves fallos en estos años (2006-2018) y sin analizarlos y rectificarlos será difícil encarar el futuro. Si el catalanismo cree que todo es culpa de España, no podrá abordar una nueva etapa con planteamientos más operativos. Hacer una aproximación a algunos de estos errores es lo que intentaré brevemente en este artículo.

Las equivocaciones en el Estatut de 2006

Plantear la reforma, o un nuevo Estatut, en 2004 tras la elección de Pasqual Maragall y la formación del tripartito era un objetivo razonable, pero se tenían que calibrar bien los riesgos y las dificultades. Y el proyecto de Estatut que salió del Parlamento catalán –que después fue enmendado a su paso por las Cortes españolas– se hizo bajo algunas premisas demasiado optimistas. 

El primer error fue creer que la democracia española de 2004 –en la que el PP tenía mucho peso tras ocho años de gobierno y además estaba herido por la reciente derrota electoral– estaba tan necesitada de pactos y entendimientos con el catalanismo como la democracia incipiente de la transición bajo el liderazgo de Adolfo Suárez. La democracia estaba más consolidada –el PSOE había gobernado trece años–, pero la derecha estaba más desacomplejada. 

El PP postaznarista, con Rajoy derrotado inesperadamente por Zapatero, no era la UCD que necesitaba un pacto constitucional y que incluso permitió la vuelta del exilio de Josep Tarradellas, el presidente de la Generalitat republicana. Aquel PP de 2004 se creía injustamente desalojado del poder y su único objetivo era recuperarlo.

Fue un error no dar la suficiente importancia a la participación del PPC, entonces dirigido por Josep Piqué, en la elaboración del Estatut. Cierto que el peso del PPC era limitado, pero se olvidó que el PP era uno de los dos grandes partidos españoles y que ponérselo en contra de entrada (aunque ya estaba algo más que predispuesto a ello) era arriesgado. 

El propio Carod-Rovira intento evitar la marginación (o autoexclusión) del PP, pero se produjo y seguramente era difícil de evitar. 

Además, el Estatut se elaboró en un esquema competitivo tendente a máximos entre los partidos catalanistas que tuvo malas consecuencias. Simplificando, el esquema fue el siguiente. 

El PSC quiso hacer un Estatut ambicioso para demostrar que era tan catalanista como CDC que se había querido apoderar del catalanismo en la larga etapa del Gobierno Pujol (1980-2003). Lógicamente ERC quería marcar territorio proponiendo más autogobierno. 

Y entonces CDC, molesta porque el tripartito había levantado la bandera del nuevo Estatut que Pujol –con alguna razón de peso– no había abordado, tachaba de tímidas e insuficientes las propuestas del PSC y ERC y cargaba más las tintas. 

El resultado fue que el proyecto se hizo más pensando en ganarse adhesiones en el electorado nacionalista que pensando en que luego tenía que ser aprobado por las Cortes Españolas en las que el PP era relevante y que aprovechó el proyecto de Estatut para su primer ataque de profundidad a Zapatero.

Divididos y desorientados

La elaboración de un nuevo Estatut condujo al final (tras las reservas de una parte del PSOE a algunos artículos) a un proyecto recortado en comandita por Zapatero y Artur Mas en una célebre reunión. 

Aquel pacto era la única forma para que el Estatut pudiera ser aprobado en Madrid sin que Cataluña se rebelara. Mas pensó que el papel de CDC adquiría reconocimiento y que siempre tendría la bandera del Estatut original para reivindicar. 

Zapatero sabía que el pacto con CDC era obligado, que el PSC tendría que 'tragar' y que en el fondo no le importaba tomar distancias del radicalismo de ERC. Para él podía ser más conveniente una gran coalición catalana CDC-PSC que una alianza con un Gobierno catalán muy influenciado por ERC e ICV.

Todo era explicable y tenía su lógica, pero el catalanismo se dividió porque ERC (dolida por haber sido excluida de los pactos finales y presionada por sus bases) decidió hacer campaña contra el Estatut recortado por Mas y Zapatero.

La consecuencia fue una degradación de las relaciones entre los partidos catalanistas (CDC, PSC, ERC e ICV), una cierta pérdida de entusiasmo en Cataluña con el Estatut por los incidentes negociadores y la oposición de ERC y que la hostilidad del PP siguió siendo fuerte. 

Por ejemplo, se opuso a algunos artículos del Estatut, pero dejó pasar artículos casi idénticos en otras reformas estatutarias. Como resultado, en el referéndum catalán de ratificación la participación no llegó al 50%, lo que 'legitimó' al PP tanto para afirmar que el Estatut no interesaba a la población y era algo de las élites catalanistas, como a presentar un masivo recurso de inconstitucionalidad.

Entonces vino la larga deliberación (cuatro años) del Tribunal Constitucional sobre el Estatut, con detalles poco edificantes sobre la influencia de los partidos en la composición del tribunal lo que, unido a un Gobierno Zapatero crecientemente débil (a finales de 2008 empezó la crisis mundial más fuerte desde 1929), condujo a lo que el entonces presidente Montilla calificó de 'desafección' de Cataluña respecto a España. 

Así la sentencia final del TC fue vista como una gran afrenta por la opinión pública catalana y dio origen a la primera explosión del soberanismo y a que parte del catalanismo, encabezado por Artur Mas, dijera que la vía estatutaria estaba agotada.

La deriva independentista

En el primer error (la negociación del Estatut de 2006) las culpas dentro del catalanismo están bastante repartidas entre el PSC, ICV (menos relevante pese al papel de Joan Saura), ERC y CDC. En el siguiente, la deriva independentista tras las elecciones de 2012, la responsabilidad principal es de Artur Mas, entonces líder de CDC, que gobernaba la Generalitat desde principios de 2011.

Tras un año de gobierno en plena crisis económica (con el apoyo parlamentario del PP de Alicia Sánchez-Camacho), Artur Mas llegó a la conclusión (cierta) de que los recortes le estaban haciendo perder apoyo electoral. 

La solución (relativamente moderada y pactada todavía con Duran Lleida) era ir a unas elecciones anticipadas con la bandera del derecho a decidir (el guiño al creciente sentimiento independentista tras la sentencia del TC) y el pacto fiscal a la vasca como programa de gobierno. 

Es lo que se prepara en la primavera de 2012, pero el 11S se produce la gran manifestación (impulsada por la nueva ANC) que deja impactado a Mas. Rajoy no calibra bien el estado anímico de Cataluña y se niega a hablar del pacto fiscal. 

Entonces Artur Mas quema sus naves autonomistas y se lanza a la batalla electoral pidiendo el apoyo al derecho a decidir para ir hacia la independencia y una 'mayoría excepcional'.

Pero, contra pronóstico, CDC pierde doce diputados que van a ERC y se queda más lejos todavía de la mayoría absoluta. 

¿Qué pasó? Desgastado Mas por los recortes, una parte del electorado de CDC pensó que, si se trataba de ir a la independencia, mejor votar a ERC que bajo el hábil liderazgo de Junqueras se había lavado del pecado de colaboracionismo con el PSOE en la etapa del tripartito. 

Y Mas no rectificó ante el correctivo, sino que hizo un pacto de gobernabilidad con Junqueras en el que se prometía un referéndum de autodeterminación en 2014, el tricentenario de 1714.

En este periodo se recrudece (bajo la apariencia de unidad) la fuerte competencia entre la CDC de Mas y la ERC de Junqueras para el liderazgo del procés a la independencia. El referéndum de 2014 es un momento de gran tensión con el Gobierno Rajoy y de exaltación independentista. 

Inmediatamente después se preparan otras elecciones anticipadas, las llamadas plebiscitarias del 2015. Plebiscitarias porque debían tener el papel de un referéndum que Mas legalmente no podía convocar y porque así se obligaba a ERC a asumir la lista única del nacionalismo. Se prometía la independencia exprés que (se aseguraba) el Estado español no podría frenar.

El resultado fue que todo el independentismo (incluidas las CUP) obtuvo el 48% de los votos. Era evidente que el secesionismo había tenido un gran resultado, pero que el referéndum a través de las plebiscitarias no había llegado al ansiado 51%. 

Pero como la ley electoral española (Cataluña nunca ha sabido pactar una ley electoral propia) dio a los partidos del 48% de votos la mayoría absoluta de diputados, Mas y Jonqueras decidieron proclamar que habían ganado y no retroceder. Seguir hacia la independencia olvidando la Constitución y las normas estatutarias (mayoría de dos tercios para su reforma) proclamando que habían ganado.

Luego, con Puigdemont al frente (al que Mas nombró sucesor tras ser vetado por las CUP), el independentismo se empeñó en convocar el referéndum ilegal del 1-O de 2017 (que el Estado reprimió tras ser evidente que no había podido impedir la llegada de las urnas a los colegios electorales) y luego vino la declaración unilateral de independencia que fue contestada instantáneamente con un 155 que provocó una gran protesta el 3 de octubre, pero ninguna gran repulsa en Cataluña. 

De hecho, los partidos que habían proclamado la República catalana no dudaron en acudir a las elecciones autonómicas convocadas por Rajoy al amparo del 155.

No saber leer el resultado de las elecciones de 2015 y llegar a la DUI en 2017, sabiendo que se estaba jugando al póquer y de farol como dijo la consellera Ponsati, y que no habría ningún reconocimiento europeo o internacional, son el gran fallo del secesionismo. 

Pero un 47% votando el pasado 21-D a unos independentistas que han perdido el 27-O indica que la fractura con España de una parte de Cataluña es muy fuerte.

Conclusión

Hoy, un año después del 27-O, Cataluña está muy dividida y fraccionada. La prueba es que el 21-D hubo una ajustada mayoría absoluta separatista, pero que Cs, con 36 diputados, fue la lista más votada. 


Y el ascenso de Cs se ha fundamentado en la respuesta a la radicalización independentista del catalanismo: tres diputados contra Maragall en 2006, tres contra Montilla en 2010, nueve contra Artur Mas en 2012, 25 contra las plebiscitarias en 2015 y 36 contra la DUI en 2017.

Pero Cataluña no sólo está dividida, sino también desorientada. No sabe dónde está ni adónde ir. La llegada de Pedro Sánchez a la Moncloa abrió una esperanza de desinflamación que no ha tenido tiempo de afianzarse. ¿Será posible algún tipo de solución con un Gobierno progresista español, suponiendo que el Gobierno progresista tenga continuidad?

Los principios del catalanismo (autogobierno responsable, más a lo Prat de la Riba que a lo Pujol, y europeización de España, a lo Cambó, Roca, incluso Jordi Pujol y Narcís Serra– son todavía la salida plural más inteligente y más conveniente para la Cataluña actual. 

Pero ello exige analizar y discutir los errores del pasado, admitir el carácter irreversible de la pluralidad de la Cataluña actual y sacar las conclusiones en un pacto interno. Luego saber defender ese pacto en las batallas políticas dentro de España.

El catalanismo tradicional ha perdido tiempo y prestigio en la excursión independentista. ¿Sabrá recuperarlo? ¿Sabrán los grandes partidos españoles no quedar atrapados en una subasta nacionalista española como reacción defensiva al independentismo catalán?


(*) Periodista, ex director de La Vanguardia y coautor  del libro Catalanisme. 80 mirades

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