En los últimos años la presencia de Juan Carlos I en actos oficiales ha quedado reducida a la mínima expresión mientras que la Reina Sofía
sí mantiene una agenda algo más apretada (solo en 2016 participó en 16
actos oficiales, como su presidencia en un importante congreso sobre el
alzhéimer celebrado en Salamanca).
El pasado verano el rey emérito tuvo que anular todos los actos programados para
las semanas siguientes por prescripción de sus médicos. La causa: un
agravamiento de una antigua lesión muscular.
“El servicio médico de la
Casa Real ha comunicado al rey don Juan Carlos que no debe realizar
actividades físicas intensas debido a la reagudización, por sobrecarga
de apoyo, de una antigua lesión en la articulación cubitocarpiana
derecha que le ha generado problemas musculares asociados en regiones
cervical y lumbar derecha, que en este momento podrían verse agravados”,
informaron en su momento fuentes del Palacio de la Zarzuela.
Resulta evidente que los achaques que sufre el monarca abdicado (esos que él dice aliviar a base de su célebre “chapa y pintura” en el hospital)
le están mermando en su día a día. De hecho, no pudo viajar a Mallorca
para participar en la Copa del Rey de Vela, ni a Colombia, donde había
sido invitado a la toma de posesión del nuevo presidente, Iván Duque.
Sin embargo, lo cierto es que la cancelación de los viajes del emérito pudo tener mucho que ver con las grabaciones del comisario Villarejo, que precisamente en aquellos días salieron a la luz pública y en las que la princesa Corinna acusaba al monarca de tener cuentas en Suiza.
Nada de eso parece inquietar al rey jubilado, que sigue ocupando su tiempo en plácidas regatas, viajes esporádicos al extranjero y espectáculos taurinos. Por supuesto, las corridas de la Beneficencia no las perdona y el pasado año acudió una vez más a la Feria de San Isidro, Plaza de las Ventas,
donde rechazó sentarse en el palco presidencial y prefirió ocupar el
balconcillo del tendido 2, situado justo encima de la puerta de toriles,
para poder ver los toros más de cerca.
Esta decisión estuvo a punto de
costarle un disgusto, según contaron algunos rotativos locales, ya que
uno de los astados, de nombre Beato, casi consigue
saltar el burladero. Al final todo quedó en un susto y Juan Carlos salió
airoso y apoyado en su sempiterna muleta.
Pese a que Zarzuela siempre ha tratado de vender la imagen de Juan Carlos I como un rey austero, esa supuesta vida llena de sobriedades no siempre se ha ajustado a la realidad, sobre
todo en los primeros tiempos tras su abdicación, cuando llevó una
existencia más bien glamurosa en la que no han faltado viajes al Caribe,
hoteles de lujo, buena compañía y jornadas gastronómicas en
restaurantes de la guía Michelin.
Ese tren de vida un tanto disoluto y
despendolado no gustó a su hijo Felipe quien, empeñado en recuperar la
credibilidad de los españoles en la institución monárquica, ha tratado
de delimitar de forma drástica el trabajo de cada miembro de la Casa
Real. Sin embargo, el emérito no es rey que acate órdenes de nadie y ya va por libre.
Tiene
anchas las espaldas, hace oídos sordos a las críticas de ese puñado de
españoles desagradecidos que no le reconocen su histórica tarea y se
considera de vuelta de todo. Además, está convencido de que el
sacrificado servicio que hizo por España, sacando al país del atraso
secular, instaurando la democracia y poniéndolo en la modernidad
europea, bien merece unos últimos años de buen vivir.
Y así, entre
corrida y partido de fútbol (Florentino Pérez, con
quien guarda una estrecha relación de amistad, le tiene reservado un
lugar preferente en el palco de autoridades del Real Madrid) va
disfrutando de su dorada jubilación el rey que timoneó la Transición
española entre ruido de sables y tejerazos.
Pese a todo, Juan Carlos ya no goza de la misma bula de hace unos años,
cuando los periódicos metían en los cajones toda aquella noticia que
pudiera resultar comprometedora para la Casa Real.
Tras su abdicación, y
por primera vez desde que fue coronado rey el 22 de noviembre de 1975,
cierto sector de la prensa y un buen puñado de escritores han abierto la
veda y se han lanzado a investigar la verdad de lo que ocurrió
realmente el 23F, entre otros asuntos espinosos para el rey.
Y la teoría
de que con sus acciones y omisiones el monarca cometió algunos errores graves
que desembocaron en el golpe de Estado ha dejado de ser una simple
leyenda urbana o una conspiranoia propia de las redes sociales para
convertirse en una interesante hipótesis histórica de trabajo muy a
tener en cuenta.
Javier Cercas, autor del libro Anatomía de un instante,
ha llegado a decir: “El Rey no organizó el golpe, está claro, lo paró.
Nadie podía pararlo si no era él, que tenía el poder de hacerlo. Pero
eso no significa que tengamos que santificarlo. El Rey también se
equivoca, e hizo cosas que no debería haber hecho. La verdad es que lo
facilitó y en eso se equivocó, como se equivocó gran parte de la clase
política”.
Por su parte, el historiador hispano-británico Charles Powell
asegura que en cierta medida la “ambigüedad” en la que se movió el
monarca durante los años de la Transición “fue la que hizo posible el
intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981.
La actuación de
algunos capitanes generales durante la crisis demostró que su relación
con el Rey era todavía de naturaleza preconstitucional, y que para un
sector importante de las Fuerzas Armadas su única vinculación efectiva
con el Estado se producía a través de Don Juan Carlos, y no tanto por
tratarse del monarca como por el hecho de ser el sucesor de Franco”.
Y añade: “Al desautorizar públicamente el golpe en el mensaje
televisado en la madrugada del 24 de febrero, situando la defensa de la
Constitución por encima de cualquier otra consideración, el Rey no sólo
puso fin a esa contradicción latente, sino que conquistó para la
monarquía, de forma ya definitiva, esa legitimidad democrática cuya
búsqueda había inspirado su actuación desde 1975”.
Pasarán décadas hasta que los historiadores consigan desentrañar
qué fue lo que pasó realmente en las horas transcendentales de aquella
noche de vértigo en la que Juan Carlos I, impecablemente vestido con
uniforme militar como jefe del Estado y de los tres ejércitos,
compareció ante los españoles por televisión para comunicarles que había
cursado a los cuarteles la orden de detener la intentona golpista.
Aquel fue su momento estelar, la foto fija que quedará en los libros de
historia, y la que lo consagró como gran salvador de la inmadura
democracia española. Probablemente dentro de muchos años, cuando los
expertos aclaren el mayor enigma de nuestra historia reciente y revisen
nuestro pasado, Juan Carlos ya no tendrá que responder a las incómodas
preguntas sobre lo que sucedió (en realidad nunca lo ha hecho) ya que
sus restos descansarán en un hermoso panteón, a buen seguro más
plácidamente que los del general Franco, su predecesor y mentor, que
será exhumado en pocos meses del Valle de los Caídos.
(*) Periodista
No hay comentarios:
Publicar un comentario