Los gobernantes democráticos son gentes elegidas por el pueblo para
gestionar los asuntos públicos según criterios distintos pero con un
mismo principio, según el cual la gestión será en interés del bien común
y no en provecho personal de los gobernantes. Lo que hay en España no
tiene nada de esto.
El país está gobernado por un partido que lleva más de veinte años
dedicado a actividades presuntamente ilegales e inmorales, en
colaboración con una red más o menos organizada de empresarios o
delincuentes o ambas cosas a la vez. Ello le ha permitido financiarse en
negro, repartir abundante dinero en B entre sus más destacados
dirigentes, propiciar con sus nombramientos un expolio público sin
precedentes y enriquecer de modos supuestamente ilícitos a sus
militantes, allegados, deudos, clientes y cómplices.
Palinuro siempre
ha dicho que ser militante del PP es un chollo, lo cual explica su
afiliación en torno a los 800.000 militantes: el atractivo de hacer
dinero en las administraciones locales, autonómicas, estatales, en
contratas, enchufes, mordidas, comisiones, recalificaciones,
subvenciones, privatizaciones, todo un denso entramado de corrupción que
cubre el país entero y que, además de servir para hacer dinero, sirve
para blanquearlo sin llega el caso.
Es un estado de corrupción general. Una peste. El sistema político es una cáscara vacía, pura fachada, un potemkin.
Y los españoles, haciendo gala de su fatalismo, se lo toman a
chirigota. Son los humoristas como Wyoming quienes encabezan la
oposición; es twitter, en donde se hacen los comentarios más despiadados
sobre los políticos. El chiste es la forma de oposición a la dictadura,
dado que las otras están prohibidas. Como en los tiempos de Franco,
como pasaba en los países comunistas. La gente se reía por no llorar.
Y estamos para pocas risas. Vistos los últimos sobresaltos procesales de
esa hidra de mil cabezas corruptas, parece bastante sensato reconocer
lo que ya dice todo el mundo: que el PP no es propiamente hablando un
partido, sino más probablemente, una asociación de malhechores. No
solamente porque tenga una infinidad de militantes y dirigentes
imputados, procesados, condenados o cumpliendo condena, sino porque él
mismo como partido adopta medidas para amparar a los presuntos
delincuentes, como la obstaculización de la justicia mediante
triquiñuelas procesales o la destrucción de pruebas.
La cascada de nuevos escándalos, las tarjetas negras, la imputación del
exministro Acebes, la del exalcalde de Toledo, que apunta directamente a
la muy posible implicación de Cospedal, son nuevas piezas malolientes
de un panorama de podredumbre. Este se remonta a los tiempos de los
gobiernos de Aznar, el amigo íntimo de Blesa. Alguien ha calculado que
el 75 por ciento de los miembros del primer gobierno de Aznar está
imputado, procesado o en prisión.
Una peste. La letanía de nombres de presuntos sinvergüenzas
y sinvergüenzas probados es interminable y la de sus fechorías llena
legajos y legajos en los anaqueles de los juzgados, por contar solo los
asuntos ante la justicia. Y habrá más. El silencio de Aguirre, de Aznar,
del propio Rajoy solo puede interpretarse como una medida de defensa
procesal: todo lo que digan podrá ser utilizado en su contra. Y lo más
irritante, indignante en realidad, es que son los pájaros que, como Díaz
Ferrán, mientras robaban a manos llenas, decían a la gente que hay que trabajar más y ganar menos.
Con esta peste no va a terminar el gobierno porque, aunque suele hablar
de proponer legislación en pro de la transparencia y la regeneración
democrática, carece de autoridad y crédito para ello. Su propio
presidente está bajo sospecha de haber cobrado sobresueldos en B y
varios de sus ministros, también. La evidencia de que, como ministro,
vicepresidente de Aznar, presidente luego del partido, Rajoy sabía
perfectamente lo que pasaba lo inhabilitan para acometer medida
regeneradora de la democracia alguna.
Pero tampoco le importa. A este gobierno no le interesa en absoluto la
gobernación del Estado y menos en pro del bien común y le trae al fresco
la opinión pública. Centra todas sus medidas de supervivencia en tres
aspectos: 1º) control de los medios de comunicación y recurso a la
censura, la manipulación y la propaganda; 2º) imposibilitar o dificultar
el acceso de los ciudadanos a la justicia y la protección de sus
derechos mediante los tribunales; 3º) convertir toda crítica, protesta o
manifestación en un ataque al orden público y reprimirlo sin
contemplaciones gracias a una ley mordaza a punto de aprobarse.
En esta situación, España no tiene gobierno sino que está administrada
por una asociación de presuntos malhechores. La pregunta inmediata es:
¿y qué pinta la oposición en todo esto? ¿Por qué continúa legitimando
con su colaboración esta peste de corrupción? ¿Por qué sigue admitiendo
que trata con un gobierno que hace política y no con una peste que ni
entiende de política ni le importa un pimiento? ¿Por qué sigue acudiendo
a un Parlamento que no sirve para nada, salvo para legitimar esta
peste? ¿Por qué no presenta una moción de censura, aunque la pierda? ¿Es
porque en parte la corrupción también la afecta a ella, al menos a
alguno de sus partidos? Justamente la única forma de salir de esa
posición de extorsionado es reconocer paladinamente las faltas propias
y, a continuación, plantarse ante las ajenas, que son apabullantes.
Plantarse es decir no a la peste. No al simulacro de parlamento; no al
gobierno por decreto; a las ruedas de prensa sin preguntas, al plasma, a
los tribunales que aplican la justicia del príncipe; a unos medios
vendidos; a una gestión autoritaria del orden público, represiva,
amedrentadora. Palinuro lo ha dicho en otras ocasiones: retirada al
Aventino que ahora recuerda la retirada a la colina de Florencia en la
que se escribió el Decamerón, mientras los retirados escapaban de la
peste negra, tan negra como las tarjetas de estos sinvergüenzas.
(*) Catedrático de Ciencia Política en la UNED