El ingreso en prisión sin fianza decretada por el juez de la Audiencia Nacional de los siete independentistas acusados de terrorismo y de pertenecer a los ERT (Equipos de Respuesta Táctica), que
el fiscal Carballo describe como "una organización con estructura
jerarquizada que pretende instaurar la República Catalana por cualquier
vía, incluidas las violentas" es un salto importante en la articulación
del falso relato que trata de armar el Estado español sobre
la situación de Catalunya.
Sin pruebas acusatorias convincentes, sin
antecedentes de los detenidos, sin ninguna acción violenta realizada,
por pequeña que sea, sin artefactos explosivos en su poder, cuesta mucho
dar por buena, sin más, la versión policial. Más bien parece, como en
otras ocasiones, que se estén exagerando las cosas con un evidente
objetivo político: amedrentar al independentismo ante las sentencias del Tribunal Supremo a los presos políticos que se conocerán dentro de dos semanas.
Cuando señalé hace varias semanas que Pedro Sánchez
había decidido jugarse su suerte en unas nuevas elecciones con el tema
catalán como eje central de su campaña, tampoco creía que la puesta en
escena fuera a llegar tan lejos y ser tan arriesgada para la convivencia
en Catalunya. La línea que se está cruzando es enormemente peligrosa
azuzando a la opinión pública española a confrontarse no con el
independentismo pacífico catalán sino con una inexistente violencia en
Catalunya a la que se le quiere dar forma de terrorismo organizado,
estructurado.
Solo falta añadir: una ETA catalana. El circo de Ciudadanos en el Parlament
va en esa dirección y su requerimiento al presidente del Gobierno en
funciones para que aplique el 155 antes de que haya "algún muerto",
también.
A diferencia de los hechos de octubre de 2017, en que el Estado fue a
remolque de todo lo que sucedía en Catalunya, en este caso ha decidido
armar una respuesta exageradamente contundente, convencido, quizás que
el evidente caos en las filas independentistas jugaba a su favor. Es
probable que la respuesta política sea justo la contraria y que JxCAT,
ERC y la CUP puedan trenzar más fácilmente acuerdos que hasta la fecha
no han sido posible. Y que también los comunes, situados entre dos
fuegos, se sumen a algunos de ellos.
En esta respuesta han de estar las
instituciones catalanas, el Parlament y el Govern, tratando de canalizar el enorme malestar
de una parte muy significativa de la sociedad catalana. Una respuesta
democrática que impida que la mentira se apodere de la confusión actual.
Los valores de Catalunya, la defensa de su ciudadanía, no pueden acabar
en el fango y pisoteados por un grupo de desalmados que solo están
pendientes de un puñado de votos.
La demanda del independentismo puede no ser compartida pero es justa y
legítima. El camino que se ha emprendido para aniquilar el movimiento,
quién sabe si incluso con la ilegalización de sus partidos, no conducirá
a ninguna otra cosa que no sea una mayor confrontación y una mayor
frustración. Porque el conflicto catalán nunca ha sido judicial sino político.
Eso tan fácil de entender en otros países de nuestro entorno sigue
pareciendo hoy una barrera infranqueable. Por mucho que cueste de
aceptarlo.
(*) Periodista y ex director de La Vanguardia
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