La Región no cabe en dos horas, aunque
los candidatos a gobernarla se sometieran al minuto que les marcamos
para responder a cada pregunta. A sabiendas de que esto es así,
decidimos recurrir a epígrafes diferentes a los que ya habían aparecido
en otros debates o son recurrentes en las entrevistas, aparte de los
absolutamente inevitables como sanidad y educación en aspectos muy
concretos de esas competencias.
Así,
hablamos de la Murcia vacía, de cultura, de televisión autonómica o de
corrupción, en otros. Quedaron en el tintero el agua, el empleo, el Mar
Menor o las infraestructuras. Pero no era cuestión de darle otra vez la
vuelta al mismo cuestionario. La economía del tiempo en un debate, y más
si en él participan seis candidatos sin contar el ausente, se estrecha,
y la Región es muy ancha.
Pero
bastó el repaso sobre los asuntos propuestos (algunos, la mayoría, ya
digo, no habituales en la agenda) para echar otro vistazo, en este caso,
por lo avanzado del proceso electoral, prácticamente definitivo a los
presidenciales que se quisieron dejar ver (todos, menos uno). Las
novedades siempre sorprenden, y en esta ocasión, para bien.
Porque
la particularidad del debate de ayer es que hicimos saltar las
convenciones de la representación parlamentaria existente e invitamos a
todos; renunciamos al minutado y empleamos las preguntas directas,
aparte de las genéricas, así como también rompimos las pautas del orden
alternativo de intervenciones, para que se pronunciara quien quisiera en
cada momento. Y paradójicamente, todo resultó muy ordenado y hasta
entretenido.
Descubrimos a
José Luis Álvarez Castellanos, del que cabría decir que sería un gran
líder si tuviera detrás un partido con nombre reconocible, por ejemplo
IU, siglas que se esconden en la absurda denominación Cambiar. Y Alberto
Garre, irónico, suelto, tranquilo, pero con destellos feroces en
ocasiones, hasta el punto de que gustó incluso a quienes no lo conocían.
Y Pascual Salvador, al frente del tremendo Vox, fiel a sus letanías
antiautonómicas, que en vez de pasmo provocaron hilaridad en algún
momento, pero manteniendo un buen tono exento de agresividad, como ajeno
al resto, sin aparente ánimo de polemizar, y en su papel.
Por
su parte, Diego Conesa (PSOE) no sale de un discurso discreto, como si
pretendiera transmitir una actitud confiable, enunciada por él mismo en
la expresión 'cambio tranquilo'; hasta guardó la cortesía al candidato
ausente, al que apenas se refirió, tal vez porque la misma ausencia
delataba su calidad, y en su lugar la emperchó, eso sí, con modales, con
la candidata de Ciudadanos.
Mucho
menos que Óscar Urralburu, que no parecía tener otra intención que
sacar de quicio a Isabel Franco, quien se lo quería quitar de encima con
elusiones o fingida indiferencia. Puede que Urralburu no gane las
elecciones, pero gana todos los debates: se muestra firme, documentado,
con bagaje memorioso de las posiciones de sus adversarios durante la
legislatura que concluye.
Es ese tipo de político a quienes todos
alaban, pero al que solo votan los suyos, sean estos cuantos sean. En
cuanto a la líder de C's, su técnica de debate consiste en zafarse del
permanente acoso de sus oponentes de izquierdas, que no le pasan una y
la requieren infructuosamente para que entre a todos los trapos.
López
Miras (PP) finalmente no apareció ni en holograma y dejó su atril vacío
mientras repartía estampitas con su careto a pocos metros de la sede
del debate. Será para que le recen.
(*) Columnista
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