lunes, 25 de febrero de 2019

Eduardo Zaplana, el señor era un truhan / Rubén Amón *

Un erial es una tierra sin labrar ni cultivar, pero también la definición de un caso judicial que alude a la ferocidad de los políticos que, presuntamente, esquilmaron la Comunidad Valenciana. Empezando por Eduardo Zaplana (Cartagena, 1956), cuya reputación de líder inviolable, intocable, se malogró en mayo de 2018 por un delito de blanqueo de capitales y de cohecho.

Ingresaba en prisión el condotiero popular. Y acaba de abandonarla, no porque haya argumentos en beneficio de su inocencia ni de su libertad, sino porque se le ha concedido un permiso de sensibilidad humanitaria. Padece una leucemia. Y la cárcel podía terminar de ­desahuciarlo.

Es el argumento que planteó la defensa del exministro, pero no fue atendido en cinco ocasiones anteriores porque temían los magistrados que Zaplana pudiera fugarse. ¿Por qué no iba a hacerlo ahora? Pues porque le fue encontrada y neutralizada una cuenta en Suiza de 6,3 millones de euros. El dinero podía funcionar de estímulo y de pasaporte, aunque el gran desafío del caso consiste en desmadejar el laberinto de testaferros, pantallas y sociedades intermediarias.

El trabajo empezó a desempeñarlo la Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil. No solo por una conversación telefónica comprometedora con Ignacio González, expresidente de la Comunidad de Madrid. También por la contribución de un arrepentido del caso Taula, Marcos Benavent, según el cual Zaplana había recibido pagos y comisiones en las adjudicaciones de la ITV y del plan eólico valenciano.

Eran los años en que Zaplana se prodigó como presidente de la Generalitat (1995-2002). Un periodo de megalomanía y de hedonismo que tanto engendraba proyectos faraónicos y fallidos —Terra Mítica, entre ellos— como predisponía la opulencia de los hábitos y de las costumbres. Zaplana se recreaba en su imagen de dandi fértil y eternamente moreno.

Se exhibía como precursor dionisiaco de Francisco Camps. Se definía como la expresión no ya de un PP ganador, sino imbatible. La fórmula compaginaba el presidencialismo, el hiperliderazgo, con la flexibilidad ideológica. Atraía Zaplana el voto liberal y centrista. Despojaba al PP de los complejos religiosos y oscurantistas. Utilizaba a su antojo la propaganda de Canal 9. Y se postulaba como fichaje galáctico de José María Aznar.

Es la razón por la que el presidente del PP se lo trajo a Madrid. Le entregó la cartera de ministro de Trabajo (2002-2004), lo convirtió en portavoz del Gobierno (2003-2004), pero no pudo preservarlo del recambio en La Moncloa. Expuesto a la irrupción del zapaterismo, Eduardo Zaplana aprendió a curtirse en la oposición como portavoz del PP en el Congreso. Quiso demostrar que el atentado del 11-M lo urdió ETA. Consolidó un estilo arrogante, provocador, dicharachero. Y terminó suscribiendo la tentación, el viaje circular, de la puerta giratoria, hasta el extremo de convertirse en 2008 en delegado para Europa de Telefónica.

La remuneración del puesto —­un millón de euros— le hizo añorar muy poco la vocación de servicio público, cuyo origen es tan premonitorio como tragicómico: su suegro, de afinidades falangistas, medió para que el voto de una tránsfuga socialista, Maruja Sánchez, la bien pagá, oculta en el hotel de un casino, pusiera en sus manos el bastón de alcalde de Benidorm en 1991. Fue su trampolín a la política autonómica. Y el origen de una estrategia político-financiera que resultó indetectable hasta la pasada primavera, cuando se desmoronó la impunidad.

La imagen de Zaplana esposado confortaba la incredulidad de sus adversarios y allegados. Ni los unos ni los otros alcanzaban a explicarse cómo era posible que Zaplana, el rey del mambo, el puto amo, hubiera logrado sustraerse a los tribunales cuando el PP levantino era un cráter de corrupción y cuando él mismo amparaba las mayores expresiones de pirotecnia.

Diez delitos se le imputan —malversación, cohecho, prevaricación, pertenencia a grupo criminal, tráfico de influencias, blanqueo…—, aunque más hiperbólico se antoja el tamaño de su imperio clandestino. Incluidos los millones de euros —imposible calcularlos— que habría ocultado uno de sus presuntos testaferros, el abogado Fernando Belhot, en una madeja de sociedades mercantiles y subterfugios inmobiliarios que operaban en el anonimato de ultramar.

Decía Julio Iglesias que Eduardo Zaplana corría muy rápido. Puede que tenga razón, pero la reflexión del cantante se resiente de una cierta impudicia: cobró seis millones de euros para convertirse en embajador de la Comunidad Valenciana. Y se los pagó Zaplana, ninot en llamas extemporáneo y protagonista alegórico de un estribillo a medida del derroche o la desdicha: y es que yo amo la vida, amo el amor, soy un truhan, soy un señor…



(*) Periodista



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