Un erial es una tierra sin labrar ni cultivar, pero también la
definición de un caso judicial que alude a la ferocidad de los políticos
que, presuntamente, esquilmaron la Comunidad Valenciana. Empezando por
Eduardo Zaplana (Cartagena, 1956), cuya reputación de líder inviolable,
intocable, se malogró en mayo de 2018 por un delito de blanqueo de capitales y de cohecho.
Ingresaba en prisión el condotiero popular. Y acaba de abandonarla,
no porque haya argumentos en beneficio de su inocencia ni de su
libertad, sino porque se le ha concedido un permiso de sensibilidad
humanitaria. Padece una leucemia. Y la cárcel podía terminar de desahuciarlo.
Es el argumento que planteó la defensa del exministro, pero no fue
atendido en cinco ocasiones anteriores porque temían los magistrados que
Zaplana pudiera fugarse. ¿Por qué no iba a hacerlo ahora? Pues porque
le fue encontrada y neutralizada una cuenta en Suiza de 6,3 millones de euros.
El dinero podía funcionar de estímulo y de pasaporte, aunque el gran
desafío del caso consiste en desmadejar el laberinto de testaferros,
pantallas y sociedades intermediarias.
El trabajo empezó a desempeñarlo la Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil. No solo por una conversación telefónica comprometedora con Ignacio González, expresidente de la Comunidad de Madrid. También por la contribución de un arrepentido del caso Taula, Marcos
Benavent, según el cual Zaplana había recibido pagos y comisiones en
las adjudicaciones de la ITV y del plan eólico valenciano.
Eran los años en que Zaplana se prodigó como presidente de la
Generalitat (1995-2002). Un periodo de megalomanía y de hedonismo que
tanto engendraba proyectos faraónicos y fallidos —Terra Mítica,
entre ellos— como predisponía la opulencia de los hábitos y de las
costumbres. Zaplana se recreaba en su imagen de dandi fértil y
eternamente moreno.
Se exhibía como precursor dionisiaco de Francisco Camps. Se definía
como la expresión no ya de un PP ganador, sino imbatible. La fórmula
compaginaba el presidencialismo, el hiperliderazgo, con la flexibilidad
ideológica. Atraía Zaplana el voto liberal y centrista. Despojaba al PP
de los complejos religiosos y oscurantistas. Utilizaba a su antojo la
propaganda de Canal 9. Y se postulaba como fichaje galáctico de José
María Aznar.
Es la razón por la que el presidente del PP se lo trajo a Madrid. Le entregó la cartera de ministro de Trabajo (2002-2004), lo convirtió en portavoz del Gobierno (2003-2004),
pero no pudo preservarlo del recambio en La Moncloa. Expuesto a la
irrupción del zapaterismo, Eduardo Zaplana aprendió a curtirse en la
oposición como portavoz del PP en el Congreso. Quiso demostrar que el
atentado del 11-M lo urdió ETA. Consolidó un estilo arrogante,
provocador, dicharachero. Y terminó suscribiendo la tentación, el viaje
circular, de la puerta giratoria, hasta el extremo de convertirse en 2008 en delegado para Europa de Telefónica.
La remuneración del puesto —un millón de euros— le hizo añorar muy
poco la vocación de servicio público, cuyo origen es tan premonitorio
como tragicómico: su suegro, de afinidades falangistas, medió para que
el voto de una tránsfuga socialista, Maruja Sánchez, la bien pagá, oculta
en el hotel de un casino, pusiera en sus manos el bastón de alcalde de
Benidorm en 1991. Fue su trampolín a la política autonómica. Y el origen
de una estrategia político-financiera que resultó indetectable hasta la
pasada primavera, cuando se desmoronó la impunidad.
La imagen de Zaplana esposado confortaba la incredulidad de sus
adversarios y allegados. Ni los unos ni los otros alcanzaban a
explicarse cómo era posible que Zaplana, el rey del mambo, el puto amo,
hubiera logrado sustraerse a los tribunales cuando el PP levantino era
un cráter de corrupción y cuando él mismo amparaba las mayores
expresiones de pirotecnia.
Diez delitos se le imputan —malversación, cohecho, prevaricación,
pertenencia a grupo criminal, tráfico de influencias, blanqueo…—, aunque
más hiperbólico se antoja el tamaño de su imperio clandestino.
Incluidos los millones de euros —imposible calcularlos— que habría
ocultado uno de sus presuntos testaferros, el abogado Fernando Belhot, en una madeja de sociedades mercantiles y subterfugios inmobiliarios que operaban en el anonimato de ultramar.
Decía Julio Iglesias que Eduardo Zaplana corría muy rápido. Puede que
tenga razón, pero la reflexión del cantante se resiente de una cierta
impudicia: cobró seis millones de euros para convertirse en embajador de
la Comunidad Valenciana. Y se los pagó Zaplana, ninot en llamas
extemporáneo y protagonista alegórico de un estribillo a medida del
derroche o la desdicha: y es que yo amo la vida, amo el amor, soy un
truhan, soy un señor…
(*) Periodista
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