Como buen republicano y
como hacía con mi padre, nunca me pierdo un discurso de Navidad del Rey,
ni del nuevo ni del viejo. Ya llevamos cuatro mensajes navideños y,
alguien tiene que decírselo, la cosa no mejora, Majestad.
Cierto que no
hemos llegado a los niveles de marcianada de ir a grabarlo al salón del
trono del Palacio de Oriente, como en 2015, pero escoger la sala de
audiencias y decirlo resulta tan inteligente como ir a vender seguros de
vida a un funeral. Emplear para el mensaje navideño, que muchos van a
ver en sus comedores familiares, el mismo espacio que se usa para las
audiencias oficiales resulta tan moderno hoy como mandar un fax; además
de confundir el discurso de Navidad con una audiencia real virtual,
cuando es justamente al revés.
Supongo que en la
Casa Real verán The Crown, la excelente serie de Netflix sobre la
verdadera familia Monster: los Windsor. Desde la lealtad del buen
republicano me atrevo a sugerirle que la vuelvan a ver, más despacio y
con más calma. Puede que extraiga algunas lecciones interesantes sobre
cómo rectificar y aprender a sobrevivir cuando eres Rey en una
democracia del siglo XXI y no lo estás haciendo particularmente bien.
Tras el descomunal error del discurso del 3 de octubre,
cuando un rey que reina pero no gobierna compareció en nuestra pantallas
para meterse en un conflicto político de esos que se suponía debería
arbitrar y decirnos quiénes eran los buenos y quienes eran los malos,
Felipe VI tiene mucha tarea pendiente si quiere recuperar la conexión
perdida con partes importantes de su reino. Cambiar el tono y la corbata
no van a ser suficientes para siquiera reabrir una canal de
comunicación.
Su discurso más conciliador llega dos
meses tarde. Si Felipe VI hubiera apelado a la concordia, al diálogo, al
pluralismo y al respeto mutuo el 3 de octubre hoy estaríamos hablando
de una figura reforzada por el tiempo y los hechos. En cambio, hoy
hablamos de un Rey forzado a rectificar, olvidarse del artículo 155,
mencionar de pasada el imperio de la ley y apelar a la estabilidad y la
serenidad. No está mal pero no basta. Empeñarse en seguir viendo solo
aquella parte de Catalunya o de España que le gusta nos ha traído hasta
aquí y no va a sacarle del embrollo.
Tampoco está mal
que en la Casa Real parecen haberse dado cuenta, dos meses después, de
que España debe venderse con optimismo, empatía, sentimientos e ideas
positivas porque ni se puede imponer, ni es obligatoria. Necesita un
proyecto común y un relato atractivo pero no más paternalismo real.
Cuarenta años después de la muerte del dictador deberíamos dejar de
decir que la democracia se ha consolidado o que somos un gran país.
Mejor no repetirlo tanto porque puede llegar a parecer que, quienes
tanto nos lo recuerdan, no se lo acaban de creer y necesitan decirlo en
voz alta como en una terapia de grupo.
Apenas días
después de que los catalanes haya dicho con su voto qué les importa y
quién, tampoco parece una buena idea pedirle al Parlament que se ocupe
de los problemas reales de todos los ciudadanos, como si éstos no fueran
capaces de identificarlos y tuviera que venir su majestad a decirles
qué es y no es importante en sus vidas.
Ni Moncloa ni
Zarzuela deberían seguir empeñándose en convertir los discursos del Rey
en una marca blanca de los discursos del Gobierno. Hablar de
recuperación y empleo o citar la desigualdad como si fuera un fenómeno
meteorológico no le va a reconectar con los millones que no ven la
recuperación pero padecen la desigualdad.
Tampoco hablar de la
corrupción como si estuviéramos “trabajando en ello” cuando todos
sabemos que no. Le va mejor cuando alerta sobre una Europa más en
peligro de lo que ella misma cree o sobre la brutal violencia de género
que el gobierno prefiere tratar como si fuera otro fenómeno atmosférico.
Le da sentido y las instituciones necesitan sentido para prevalecer.
(*) Profesor titular de ciencia política de la USC y periodista
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