Siempre que una sociedad se enfrenta a un dilema político de
verdadera envergadura, emergen dos tipos de líderes: quienes quieren
ganar cueste lo que cueste y quienes están dispuestos a resolverlo como
sea.
A los primeros se les reconoce porque siempre andan haciendo
balance de agravios y tienen un episodio del pasado que reescribir o una
eliminatoria que remontar; no saben mirar hacia adelante, solo hacia
atrás.
A los segundos se les distingue porque se comportan como si cada
día se pudiera volver a empezar, porque la política es el arte de lo
posible y el pasado solo es un manual para no repetir errores, no una
condena sin remisión.
Hasta ahora el primer tipo ha colonizado lo sucedido en
Catalunya. Puede que la principal consecuencia del 1-O acabe resultando
que el tiempo de los ganadores haya terminado y haya llegado la hora de
los solucionadores.
El referéndum no ha tenido validez legal, pero eso
siempre lo habían temido sus promotores. Con las mejores cifras de
participación posibles, buscaban el significado político de miles
ciudadanos queriendo votar a pesar de todo y lo han conseguido. El
Govern no va a adelantar ahora unas elecciones que pondrían en riesgo su
mayoría parlamentaria. Lanzarse a una declaración unilateral de
independencia supone una jugada peligrosa que puede llevarle a perder la
ventaja ganada, a golpe de carga policial, ante la opinión pública
internacional y no pocas cancillerías.
Una cosa es defender el derecho a votar y otra pedir que
Europa reconozca una declaración unilateral de independencia, pasando
por encima de la legalidad constitucional de un Estado miembro. Una cosa
es la incapacidad del Gobierno central para ganar una batalla de
comunicación librada sobre imágenes de urnas y ciudadanos contra
guardias civiles, y otra que la Moncloa avise a media Europa de que la
independencia se ha convertido en un problema europeo.
Otro riesgo de la DUI reside en que el problema de orden
público que hasta ahora ha gestionado tan mal el Gobierno de España,
cuando medio país le ha dicho que no acataba su legalidad, pasaría a
tenerlo un Govern enfrentado al dilema de enviar o no a los Mossos
contra ese 40% de catalanes que ni quiere ni aceptará esta
independencia.
Lo peor del 1-O para el Gobierno central es que la
realidad ya no le permite seguir escondiéndose tras el Constitucional,
la Fiscalía o las porras de los antidisturbios. La Moncloa estaba
convencida de que se convocarían elecciones autonómicas y así podría
seguir derivando el problema en el tiempo. La confianza del Ejecutivo en
que otras elecciones catalanas mejorarían la situación responde a una
fe no sustentada por los resultados de las últimas convocatorias.
Habrá
elecciones, pero no parece que ahora y sin una negociación sobre cómo y
cuándo. No le va a quedar más remedio que meterse en política y empezar a
negociar, justo aquello que Mariano Rajoy ha querido evitar pero ya sabe que no podrá eludir más; por eso comparecerá en el Congreso.
(*) Periodista y político gallego
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