La jornada del 1 de octubre en Cataluña,
lo miren como lo miren, ha sido un éxito para sus convocantes. Cierto
que el referéndum que deseaban no ha sido posible: la fuerza del Estado
lo ha impedido. Pero ello no obsta para extraer dos conclusiones
relevantes de todo lo sucedido hasta ayer.
La primera, que han sido
centenares de miles, de hecho millones, los que han manifestado su
oposición al actual estado de relaciones Cataluña-España. No son la
totalidad de la población, pero sí una parte muy substantiva, con una
elevada presencia de élites económicas, culturales, académicas y
profesionales; la segunda, que el Gobierno del Partido Popular se
equivocaría radicalmente de continuar su política de oídos sordos a esa
marea.
Superada la aparentemente crítica fecha del referéndum, a partir de hoy se entra en una nueva fase. No por menos aguda menos relevante y más compleja, porque todo es susceptible de empeoramiento. Y más preocupante porque hay un marcado desconocimiento de las razones de un conflicto que no parece vaya a tener un fin próximo. Permítanme unas reflexiones sobre estas últimas.
Las bases materiales de lo que el presidente Montilla llamó
‘desafección’ son parte de la potente corriente de fondo que está
transformando el panorama político europeo y anglosajón. Los movimientos
que han emergido en EE UU, Gran Bretaña, los países nórdicos y los del
Este y, en el occidente europeo, en Holanda, Francia y, ahora también,
Alemania, por no citar los del sur, responden a causas comunes.
Que no
son otras que la creciente angustia sobre su futuro por parte de amplias
capas de población. Una angustia provocada por los efectos sobre su
nivel de vida de la globalización, el cambio técnico y el
envejecimiento, que se manifiestan, entre otros ámbitos, en bajos
salarios y una inaceptable desigual distribución del ingreso. Y, y este
es el aspecto más crítico, a la incapacidad de las elites en dar una
respuesta adecuada.
Sobre este trasfondo, el caso catalán tiene sus particulares
características. No puedo entrar en los conflictos políticos que, desde
Cataluña, explican una parte no menor de la situación (ruptura del
pacto constitucional, oposición al Estatut, sentencia del Constitucional
o reiteradas negativas del gobierno central a razonables peticiones del
catalán, entre otros). Pero sí destacar la incapacidad de los
distintos ejecutivos españoles en atender las demandas, económicas y de
infraestructuras, de una sociedad particularmente afectada por los
negativos efectos de la globalización.
Porque la dinámica de la ocupación y el VAB industrial
catalán los últimos 25 años refleja una preocupante pérdida de peso en
ambas macromagnitudes: si a finales de los noventa, Cataluña
se situaba entre las regiones más industrializadas de Europa, hoy se
ubica en el furgón de cola, junto a las francesas, británicas o
portuguesas, y lejos de las del norte de Italia o alemanas, por no
hablar de las del centro de Europa.
Este proceso se ha acentuado con la crisis financiera, pero
se inició mucho antes, reflejando tanto el impacto de la adhesión de
España a la UE, con el desvío de comercio que implicaba, como los
negativos efectos de la globalización. Ello ha sido particularmente
relevante para una economía, como la catalana, extraordinariamente
abierta al exterior: en términos europeos, sólo quizás Bélgica y
Luxemburgo presenten una apertura más elevada.
Y los efectos de
esa pérdida no se circunscriben a la industria: una economía tan volcada
al exterior precisa de un tejido terciario adecuado. Por ello,
las consecuencias de la globalización sobre el nivel salarial y la
caída de márgenes industriales han tenido mayor impacto en Cataluña que
en otros ámbitos del Estado, con menor exposición exterior y más
reducido aporte de la pequeña y mediana industria a la generación del
VAB.
Esos choques negativos comenzaron a sentirse desde los
noventa. Por ello, no debe extrañar que el primer tripartito de Maragall
agrupara, ya en 2004, patronales, sindicatos y gobierno en el diseño de
un plan de fomento de la internacionalización y la mejora de la
productividad y competitividad de la economía catalana.
Tuve la fortuna
de estar en su dirección, y el catálogo de demandas de infraestructuras y
su gestión (energéticas, viarias, portuarias y aeroportuarias), cambios
en las políticas de investigación y desarrollo, modificaciones en el
sistema educativo o fomento de la internacionalización y de las
exportaciones, continúan todavía, en gran medida, sin ser atendidas. No
es casual que, aquellos años, más de 2.000 empresarios demandaran una
gestión del aeropuerto de El Prat desde las Administraciones públicas y
el sector privado catalán.
Añadan a ello excesivos costes energéticos, infraestructuras
viarias cargadas de peajes, imposibilidad de finalizar el corredor
mediterráneo, problemas de conexión del puerto de Barcelona o el control
central de infraestructuras básicas para el desarrollo catalán (puerto y
aeropuerto), y entenderán mejor la creciente atracción independentista
de organizaciones empresariales. Que se refuerza con la baja inversión
del Estado y su reducida ejecución; el que el PIB por habitante catalán
pase de la tercera posición antes de impuestos a situarse por debajo de
la media del país tras ellos; o la constante irritación que producen
unas cercanías de Barcelona infradotadas al lado del despliegue del AVE.
El memorial de agravios puede extenderse, pero es innecesario. Retengan
que sobre un trasfondo de creciente desigualdad, pérdida de peso
industrial y choques globalizadores y tecnológicos sobre salarios y
bienestar de amplias capas de asalariados, es creciente el temor por un
futuro que, para hijos y nietos, se adivina será peor. Es en
este difícil contexto en el que el Estatut de Maragall propuso una
redefinición de las relaciones con España: contribuir a la solidaridad
común, pero con mayor capacidad de decisión desde Barcelona para hacer
frente a aquellos retos. Lastimosamente, el Congreso primero, el Partido
Popular después y, finalmente, el Constitucional, dieron al traste con
esta oportunidad. Y de aquellos polvos estos lodos.
Este catálogo de problemas no es casual. Y los éxitos de los
länder alemanes y las regiones italianas en mantener su industria
muestran que hay alternativas. En el caso catalán, ello refleja
un trato fiscal injusto, sobre el que no voy a entrar, y unas
preocupaciones productivas madrileñas sesgadas hacia las necesidades de
utilities, sistema financiero y constructoras, y con escasa atención a
la empresa industrial. Por ello no extraña que, sea cual sea el
signo del gobierno, los aumentos de productividad y el fomento del
sector exterior no hayan formado parte, más que muy marginalmente, de
sus agendas.
¿Qué hacer? A la luz de lo acaecido estos últimos años y de
la respuesta del partido Popular, soy profundamente pesimista sobre el
futuro. Y ello porque las razones materiales que explican el conflicto,
al margen del sentimiento nacional de una parte no menor de catalanes,
no van a desaparecer. Por el contrario, los próximos años van a
reforzarse. La globalización acentuará su presión bajista sobre
el nivel de vida: la India, Indonesia, Vietnam, Brasil y otros países
emergentes esperan tomar el relevo de China; el cambio técnico,
con sus negativos efectos sobre tantos trabajos relativamente
cualificados, continuará profundizándose; y, finalmente, el
envejecimiento de la sociedad catalana va a añadir mayor tensión sobre
el bienestar.
Por todo ello, tengo para mí que las últimas ventanas de
acuerdo se están cerrando. Y que si no hay una oferta razonable para
Cataluña, el futuro de una España unida simplemente desaparecerá en no
muchos años.
Tras lo de ayer, la marea independentista gana fuerza
y, en particular, justificación. Además, como el tiempo no pasa en
balde, lo que podía ser una solución en 2007/2010, difícilmente lo será
ahora. Porque en esos años se ha consolidado el convencimiento que, sin
soberanía política, no hay posibilidad que los acuerdos con España se
acaben cumpliendo. Si es que resta algún resquicio abierto, una oferta
atractiva debería incluir, además de transferencias en el control de
infraestructuras básicas, blindaje de la lengua y otros aspectos
relevantes, la aceptación de la cosoberanía. Quizás en un horizonte a lo belga pueda uno imaginar, todavía, una España unida.
Si ello no es posible, que es lo que creo, pues lo dicho: arrieros
somos y en el camino nos encontraremos. Y ese camino apunta, de forma
clara, hacia la independencia. Quo Vadis España?
(*) Catedrático emérito de Economía Aplicada de la Autònoma de Barcelona
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