lunes, 2 de octubre de 2017

¿Quo Vadis España? / Josep Oliver *

La jornada del 1 de octubre en Cataluña, lo miren como lo miren, ha sido un éxito para sus convocantes. Cierto que el referéndum que deseaban no ha sido posible: la fuerza del Estado lo ha impedido. Pero ello no obsta para extraer dos conclusiones relevantes de todo lo sucedido hasta ayer. 

La primera, que han sido centenares de miles, de hecho millones, los que han manifestado su oposición al actual estado de relaciones Cataluña-España. No son la totalidad de la población, pero sí una parte muy substantiva, con una elevada presencia de élites económicas, culturales, académicas y profesionales; la segunda, que el Gobierno del Partido Popular se equivocaría radicalmente de continuar su política de oídos sordos a esa marea.

Superada la aparentemente crítica fecha del referéndum, a partir de hoy se entra en una nueva fase. No por menos aguda menos relevante y más compleja, porque todo es susceptible de empeoramiento. Y más preocupante porque hay un marcado desconocimiento de las razones de un conflicto que no parece vaya a tener un fin próximo. Permítanme unas reflexiones sobre estas últimas.

Las bases materiales de lo que el presidente Montilla llamó ‘desafección’ son parte de la potente corriente de fondo que está transformando el panorama político europeo y anglosajón. Los movimientos que han emergido en EE UU, Gran Bretaña, los países nórdicos y los del Este y, en el occidente europeo, en Holanda, Francia y, ahora también, Alemania, por no citar los del sur, responden a causas comunes. 

Que no son otras que la creciente angustia sobre su futuro por parte de amplias capas de población. Una angustia provocada por los efectos sobre su nivel de vida de la globalización, el cambio técnico y el envejecimiento, que se manifiestan, entre otros ámbitos, en bajos salarios y una inaceptable desigual distribución del ingreso. Y, y este es el aspecto más crítico, a la incapacidad de las elites en dar una respuesta adecuada.

Sobre este trasfondo, el caso catalán tiene sus particulares características. No puedo entrar en los conflictos políticos que, desde Cataluña, explican una parte no menor de la situación (ruptura del pacto constitucional, oposición al Estatut, sentencia del Constitucional o reiteradas negativas del gobierno central a razonables peticiones del catalán, entre otros). Pero sí destacar la incapacidad de los distintos ejecutivos españoles en atender las demandas, económicas y de infraestructuras, de una sociedad particularmente afectada por los negativos efectos de la globalización.

Porque la dinámica de la ocupación y el VAB industrial catalán los últimos 25 años refleja una preocupante pérdida de peso en ambas macromagnitudes: si a finales de los noventa, Cataluña se situaba entre las regiones más industrializadas de Europa, hoy se ubica en el furgón de cola, junto a las francesas, británicas o portuguesas, y lejos de las del norte de Italia o alemanas, por no hablar de las del centro de Europa.

Este proceso se ha acentuado con la crisis financiera, pero se inició mucho antes, reflejando tanto el impacto de la adhesión de España a la UE, con el desvío de comercio que implicaba, como los negativos efectos de la globalización. Ello ha sido particularmente relevante para una economía, como la catalana, extraordinariamente abierta al exterior: en términos europeos, sólo quizás Bélgica y Luxemburgo presenten una apertura más elevada. 

Y los efectos de esa pérdida no se circunscriben a la industria: una economía tan volcada al exterior precisa de un tejido terciario adecuado. Por ello, las consecuencias de la globalización sobre el nivel salarial y la caída de márgenes industriales han tenido mayor impacto en Cataluña que en otros ámbitos del Estado, con menor exposición exterior y más reducido aporte de la pequeña y mediana industria a la generación del VAB.

Esos choques negativos comenzaron a sentirse desde los noventa. Por ello, no debe extrañar que el primer tripartito de Maragall agrupara, ya en 2004, patronales, sindicatos y gobierno en el diseño de un plan de fomento de la internacionalización y la mejora de la productividad y competitividad de la economía catalana. 

Tuve la fortuna de estar en su dirección, y el catálogo de demandas de infraestructuras y su gestión (energéticas, viarias, portuarias y aeroportuarias), cambios en las políticas de investigación y desarrollo, modificaciones en el sistema educativo o fomento de la internacionalización y de las exportaciones, continúan todavía, en gran medida, sin ser atendidas. No es casual que, aquellos años, más de 2.000 empresarios demandaran una gestión del aeropuerto de El Prat desde las Administraciones públicas y el sector privado catalán.

Añadan a ello excesivos costes energéticos, infraestructuras viarias cargadas de peajes, imposibilidad de finalizar el corredor mediterráneo, problemas de conexión del puerto de Barcelona o el control central de infraestructuras básicas para el desarrollo catalán (puerto y aeropuerto), y entenderán mejor la creciente atracción independentista de organizaciones empresariales. Que se refuerza con la baja inversión del Estado y su reducida ejecución; el que el PIB por habitante catalán pase de la tercera posición antes de impuestos a situarse por debajo de la media del país tras ellos; o la constante irritación que producen unas cercanías de Barcelona infradotadas al lado del despliegue del AVE.

El memorial de agravios puede extenderse, pero es innecesario. Retengan que sobre un trasfondo de creciente desigualdad, pérdida de peso industrial y choques globalizadores y tecnológicos sobre salarios y bienestar de amplias capas de asalariados, es creciente el temor por un futuro que, para hijos y nietos, se adivina será peor. Es en este difícil contexto en el que el Estatut de Maragall propuso una redefinición de las relaciones con España: contribuir a la solidaridad común, pero con mayor capacidad de decisión desde Barcelona para hacer frente a aquellos retos. Lastimosamente, el Congreso primero, el Partido Popular después y, finalmente, el Constitucional, dieron al traste con esta oportunidad. Y de aquellos polvos estos lodos.

Este catálogo de problemas no es casual. Y los éxitos de los länder alemanes y las regiones italianas en mantener su industria muestran que hay alternativas. En el caso catalán, ello refleja un trato fiscal injusto, sobre el que no voy a entrar, y unas preocupaciones productivas madrileñas sesgadas hacia las necesidades de utilities, sistema financiero y constructoras, y con escasa atención a la empresa industrial. Por ello no extraña que, sea cual sea el signo del gobierno, los aumentos de productividad y el fomento del sector exterior no hayan formado parte, más que muy marginalmente, de sus agendas.

¿Qué hacer? A la luz de lo acaecido estos últimos años y de la respuesta del partido Popular, soy profundamente pesimista sobre el futuro. Y ello porque las razones materiales que explican el conflicto, al margen del sentimiento nacional de una parte no menor de catalanes, no van a desaparecer. Por el contrario, los próximos años van a reforzarse. La globalización acentuará su presión bajista sobre el nivel de vida: la India, Indonesia, Vietnam, Brasil y otros países emergentes esperan tomar el relevo de China; el cambio técnico, con sus negativos efectos sobre tantos trabajos relativamente cualificados, continuará profundizándose; y, finalmente, el envejecimiento de la sociedad catalana va a añadir mayor tensión sobre el bienestar. 

Por todo ello, tengo para mí que las últimas ventanas de acuerdo se están cerrando. Y que si no hay una oferta razonable para Cataluña, el futuro de una España unida simplemente desaparecerá en no muchos años.

Tras lo de ayer, la marea independentista gana fuerza y, en particular, justificación. Además, como el tiempo no pasa en balde, lo que podía ser una solución en 2007/2010, difícilmente lo será ahora. Porque en esos años se ha consolidado el convencimiento que, sin soberanía política, no hay posibilidad que los acuerdos con España se acaben cumpliendo. Si es que resta algún resquicio abierto, una oferta atractiva debería incluir, además de transferencias en el control de infraestructuras básicas, blindaje de la lengua y otros aspectos relevantes, la aceptación de la cosoberanía. Quizás en un horizonte a lo belga pueda uno imaginar, todavía, una España unida. Si ello no es posible, que es lo que creo, pues lo dicho: arrieros somos y en el camino nos encontraremos. Y ese camino apunta, de forma clara, hacia la independencia. Quo Vadis España?


(*) Catedrático emérito de Economía Aplicada de la Autònoma de Barcelona


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