No es seguro, pero es una posibilidad ésta de que el Rey acabe dirigiéndose al país después
de lo que pase este domingo en Cataluña. Pero que esa mera posibilidad
esté siendo contemplada por el Gobierno nos da una idea de la inmensa
gravedad de lo que está sucediendo ahora mismo en España. Si el Rey
habla a la nación querrá decir que nuestro país se encuentra ya en
estado absoluto de emergencia.
Significará también que el Estado no
habrá conseguido salir victorioso de este desafío enloquecido en el que
nos han metido unos cuantos dirigentes políticos que pretenden culminar
así el plan que puso en marcha secretamente desde los años 80 Jordi Pujol
y su nacionalismo aparentemente moderado en las formas pero
absolutamente feroz en el fondo de su propósito último, que es el que
estamos padeciendo ahora.
Que el Estado no haya conseguido salir
victorioso no quiere decir que vaya a salir derrotado. Lo que
significaría es que los secesionistas, aunque vencidos, no habrían
asumido plenamente su fracaso y estarían intentando imponer a toda costa
su último reto: la proclamación de la independencia de Cataluña.
En esas condiciones, que son una mera hipótesis pero en modo alguno
una hipótesis carente de base, sería del todo procedente una
intervención del Rey, máximo representante del Estado español, clave de
bóveda de nuestro sistema constitucional y encarnación de los valores en
ella contenidos y de la unidad de España.
Sólo una vez en nuestra
historia democrática el Rey de España se dirigió a la ciudadanía fuera
de las comparecencias estipuladas y previstas. Fue en la madrugada del
24 de febrero de 1981, cuando el Congreso de los Diputados, con todo el
Gobierno dentro, fue tomado por las armas por el teniente coronel de la
Guardia Civil Antonio Tejero, al frente de 16 oficiales y casi 170 números del Cuerpo, mientras el capitán general de Valencia, teniente general Milans del Bosch,decretaba el estado de excepción en la región y sacaba los tanques a la calle.
La tensión en todo el país era formidable porque todos eran
conscientes de que se estaban viviendo los momentos más críticos para la
todavía joven democracia, para la libertad y para la convivencia entre
los españoles. Pero al filo de la una de la madrugada el Rey Juan Carlos de Borbón
comparecía ante el país vestido con el uniforme de capitán general para
expresar su taxativo apoyo a la Constitución y su condena a los
intentos golpistas que se estaban produciendo en ese momento.
Y esa
comparecencia del Rey fue decisiva para provocar el fracaso definitivo
de la intentona golpista. Milans del Bosch retiró los tanques de las
calles de Valencia y publicó un edicto en el que retiraba el estado de
excepción y Antonio Tejero se rindió junto con los suyos. Todos los
golpistas fueron juzgados y condenados.
Sin embargo, y pese a que aquél constituyó el mayor ataque a la
democracia española, que apenas tenía cuatro años de existencia, el país
contaba con unos elementos de refuerzo de los que desgraciadamente
carecemos hoy.
En primer lugar, los golpistas estuvieron solos porque la
inmensa mayoría de los capitanes generales no se sumaron al golpe por
razones cuyo análisis no tiene cabida en esta pieza. En segundo lugar,
el país entero, con escasísimas excepciones, estuvo en contra del golpe y
a favor de nuestra naciente democracia. En tercer lugar, todos los
partidos con representación parlamentaria estuvieron unidos sin una sola
fisura contra el golpismo y en defensa de la Constitución. Y en cuarto
lugar, el resumen de todo lo sucedido aquel día es que el intento de
golpe no duró ni 24 horas y que el país entero se echó a la calle dos
días después para dejar bien claro que estaba con las libertades recién
adquiridas y con la Constitución que las garantizaba.
Eso no es lo que sucede hoy. Lo que hoy ocurre es mucho más grave
porque es más peligroso, porque el golpe de Estado se está dando desde
dentro de las propias instituciones del Estado y porque se da
abiertamente contra el Estatuto catalán y contra la Constitución. Sucede
además que una parte no mayoritaria pero sí considerable de la
población de Cataluña respalda este intento de disolución constitucional
y está de acuerdo con el incumplimiento de la ley que están perpetrando
los dirigentes de la Generalitat
y quiere conseguir por la vía que sea, aunque sea abiertamente
contraria a la ley y al derecho internacional, una independencia cuyos
catastróficos efectos para ellos deliberadamente ignoran.
Y, por último,
sucede que no todos los partidos con representación parlamentaria
apoyan al Gobierno en su defensa a ultranza de la legalidad y, de hecho,
los hay abiertamente a favor del independentismo y los hay contrarios a
la independencia pero también a la posición mantenida por el Gobierno.
Es más, alguno de los que sí apoyan al Ejecutivo tiene sus reticencias
sobre determinadas medidas que el Gobierno pudiera adoptar en caso de
que la situación siga empeorando y el Gobierno catalán decida en un
último acto de insensata osadía declarar unilateralmente la
independencia de Cataluña.
Esta situación llevaría al país a unos niveles críticos nunca
conocidos hasta ahora. Sería el momento en que la intervención del Rey
estaría más que aconsejada. Pero, a diferencia del 23 de febrero de
1981, no es probable que las palabras de Felipe VI
tuvieran el poder casi taumatúrgico que tuvieron entonces las de su
padre. Lo cual no significa que no fueran necesarias, que lo serían, y
mucho, porque indicarían a todos los españoles el camino a seguir de
entonces en adelante, por difícil que resultara recorrer esa senda.
Esperemos que el Gobierno no se tenga que ver en la tesitura de recurrir al Rey como última ratio.
(*) Periodista
https://www.elindependiente.com/opinion/2017/09/28/la-palabra-de-un-rey/
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