Las democracias modernas se sustentan sobre dos pilares
inquebrantables. El cumplimiento de la ley y el respeto por la vida
privada, entendido, en palabras del filósofo Javier Gomá, como el
derecho de cada ciudadano a elegir el estilo de vida que prefiera sin
interferencias ni tutelas públicas. Pero cuando una persona decide
asumir un cargo público ni siquiera es suficiente con el cumplimiento de
la ley.
Dar ese paso voluntario no implica la renuncia al derecho a la
intimidad, pero comporta la aceptación de un plus de exigencia ética.
Tanto en el plano público como en el privado, que dejan de estar
disociados porque a partir de ese momento está en juego la dignidad y el
buen nombre de la institución a la que se representa y queda
formalizado un contrato de confianza con la ciudadanía.
Esa ejemplaridad
no solo es exigible a los políticos electos sino también a quienes
ocupan cargos representativos en empresas, organizaciones sociales y
todo tipo de instituciones con proyección pública. Y de igual manera que
el incumplimiento de la ley tiene su reproche penal, los conductas
contrarias a la ética cívica se enfrentan a la reprobación social. Esos
comportamientos censurables van cambiando con los usos y costumbres y en
función del entorno socioeconómico y político. Hoy el listón está mal
alto que nunca, pero eso no es excusa para conductas que han sido
rechazables a lo largo de toda nuestra historia democrática.
El viaje de placer a Estambul en el ‘jet’ privado de un promotor del
exalcalde de Murcia, su exteniente de alcalde y el gerente de Urbamusa,
con sus respectivas esposas, es completamente inapropiado, por decir lo
más suave que se me ocurre. Lo mismo da que fuese en 2008 como hace una
semana. Independientemente del medio de locomoción, el destino o quien
pagase las facturas, entonces como ahora es injustificable que el
alcalde de Murcia deje sus obligaciones para largarse de martes a
viernes de ocio con un constructor con intereses en el desarrollo
urbanístico del municipio. Abochorna a quienes votan al PP y a quienes
gritan ‘No nos representan’ en las calles. El asunto es grave porque el
fiscal ha pedido al juez que investigue si Cámara, Sánchez Carrillo y
Roque Ortiz pagaron sus pasajes, el hotel, la limusina y otros gastos de
su estancia en Turquía, ya que de no ser así estaríamos ante un
presunto cohecho.
Ya es raro que el adinerado empresario ofrezca viajar
en su ‘jet’ a tan distinguidos representantes públicos y luego les clave
15.000 euros por pareja por subirse al avión. Sobre todo si lo que
pretendía era pasar unos días de ocio en agradable compañía con quienes
tendría interés en llevarse bien. Pero supongamos que es cierta la
posibilidad más inverosímil y pagaron esa pequeña fortuna, como dicen,
solo para darse ese gustazo, tan paleto, de viajar a tutiplén en ‘jet’
privado. Una especie de BlaBlaJet sufragado a escote donde lo único que
compartieron el constructor y sus acompañantes fue el deseo de viajar a
Estambul como ricachones. Esa hipótesis benevolente incluye al frugal
exalcalde, aunque solo sacará cinco mil y pico euros del cajero y no
realizara transferencias en todo 2008, según Hacienda.
Si a petición del juez aportan las facturas que acrediten esas pagos,
la vía penal podría decaer, pero eso no redimirá de la ausencia de
decoro demostrada con un viaje privado en compañía del promotor del
convenio del Teatro Circo y otros proyectos. El mismo empresario que ya
en un ‘finde’ de 2004 invitó a su despampanante yate al exconcejal de
Urbanismo, Fernando Berberena, al jefe de planeamiento Joaquín Peñalver y
a un intermediario implicado en el caso ‘Umbra’. El historial de este
promotor, Ramón Salvador Águeda, es esplendoroso. El llamado ‘rey del
ladrillo de Elche’ aparece como investigado en el caso ‘Umbra’, en el
sumario judicial del PGOU de Alicante y en el del saqueo del Banco de
Valencia. En todos esos casos de presunta corrupción, Águeda figura en
connivencia con otros empresarios y políticos para supuestamente sacar
provecho económico de actuaciones públicas.
Pero lo peor de todo, una vez conocida la escapada a Estambul, es la
reacción de quienes en 2008 se dejaron la dignidad institucional al pie
de la escalerilla para subirse en ese avión. Cuando se descubrió en 2012
que el Rey había aparcado su agenda de trabajo y se había desplazado a
Botsuana en viaje privado para cazar elefantes, la mueca de
desaprobación fue generalizada. Quien garantizó el éxito de la
Transición, nos salvó del golpe del 23F y jugó un papel decisivo en el
periodo democrático más largo de nuestra historia, tuvo la humildad de
dirigirse de frente a los ciudadanos y pedir disculpas. «Lo siento
mucho, me equivoqué y no volverá a ocurrir», dijo Don Juan Carlos para
corregir su falta de ejemplaridad.
Pero aquí, quien ha legado un manto de sospecha sobre toda la gestión
urbanística realizada en Murcia durante quince años, con un reguero de
sumarios abiertos por corrupción, ha optado por el silencio,
parapetándose tras sus abogados. No menos chocante ha sido la respuesta
del actual edil de Fomento, Roque Ortiz, entonces gerente de la empresa
pública que planifica el desarrollo urbanístico de la ciudad. Ortiz ha
sido incapaz de explicar qué hacía en ese vuelo con un constructor al
que solo conocía de «relaciones espontáneas», de lo que cabría deducir
que estaba allí en su condición de gerente de Urbamusa.
Lo menos que
podía hacer la oposición, a quien Ortiz acusa de respirar veneno en un
rapto de indignación por las «habladurías», era solicitarle
explicaciones de los posibles vínculos de Urbamusa con los negocios de
Águeda. Y presentar este asunto como un ataque a la privacidad es
simplemente el colmo de tan vergonzante episodio. Un acto inapropiado no
invalida toda una trayectoria sin tacha, pero su crédito como
responsable público está bajo mínimos, afectando por extensión a quien
le nombró edil. Si no vale el ejemplo del Rey, seguro que José Ballesta,
que es hombre leído, tiene una cita de Gomá u otro intelectual para que
Ortiz acabe de entender de qué va todo esto.
(*) Periodista y director de La Verdad