lunes, 17 de junio de 2019

Cabreo y perplejidad / Joaquín García Cruz *

Las elecciones no han surtido esta vez el efecto purificador que se les supone. Es como si la fiesta de la democracia se hubiera visto aguada por unos resultados que a nadie contentan. Todo el mundo está cabreado. O perplejo.

 Por donde más supura la llaga es por el PSOE, porque la suya es una victoria pírrica, histórica después de 24 años pero insuficiente para gobernar en la Comunidad Autónoma, y ganar para seguir en la oposición es lo mismo que morir en la orilla. 

Pero, no conforme con su infortunio, el PSOE –¡ay, el PSOE!– se metió en otra de sus históricas crisis orgánicas, que parecían olvidadas con la llegada de Diego Conesa y el bálsamo del 26-M. La rebeldía de su grupo municipal en Cartagena para retener la alcaldía de Ana Belén Castejón, el expediente abierto desde Murcia, la constitución por la Comisión Ejecutiva Regional de una gestora, y las discrepancias internas con este procedimiento sancionador –ya expresadas incluso desde dentro del aparato, y ventiladas en las redes sociales– auguran lo peor para los socialistas, el regreso de sus demonios y la inutilidad del triunfo, al tiempo que arrojan una duda existencialista: ¿era preferible que Castejón y su gente entregaran la alcaldía a José López, antes que dejarse querer por el PP? ¿Debería el PSOE taparse la nariz ante el populismo de Vox, pero no ante el populista José López? ¿Resulta más ético aceptar el apoyo de un concejal imputado para quitarle al PP la alcaldía de Mazarrón? ¿Dónde ponemos finalmente las rayas, en aras de la coherencia?

Nadie parece feliz. Al PP, que no oculta la amargura de su primera derrota en un cuarto de siglo, le inquieta verse en la tesitura de cohabitar con Ciudadanos en un Ejecutivo regional en el que las rencillas dificultarán llegar al final de la legislatura en buena armonía con un socio cuyo objetivo último consiste en arrebatarle a los populares la hegemonía del centro derecha. Volarán puñales por las alcobas. 

Qué decir de Podemos, afligido por un batacazo que lo baja definitivamente al suelo al dejarse en el cielo cuatro de sus seis diputados regionales, o de Vox, que pregona su irritación por considerársele un apestado pese sus 60.000 votos y a la condición de aliado necesario en la Comunidad Autónoma y en unos cuantos ayuntamientos. 

Ciudadanos merece su propio rincón en este paisaje del malestar. Que su papel de bisagra lo lleve a tocar pelo, y a decidir quién manda en la Región, no esconde el hecho de que perdió votos el 26-M, si bien ganó poder gracias a la nueva ley electoral. Pero donde mejor se palpa el malhumor es entre los votantes que apoyaron al partido de Rivera porque confiaban en su propósito de regenerar la vida pública enviando al PP a la oposición y ahora ven cómo sus representantes electos dan oxígeno a los populares. 

Lo contrario de lo que dijeron en la campaña y lo contrario también del mandato emanado de las urnas. Me apunto al bando de quienes piensan que Ciudadanos se ha disparado en el pie con su política de pactos, por su ansiedad en las negociaciones municipalistas de ayer –descarada en el caso de Murcia–, por sus bandazos, por su inconsistencia ideológica, por la insinceridad exhibida al negar su maridaje de conveniencia con Vox. 

Muchos de los acontecimientos a los que asistimos estos días traen a la memoria la banalización de la política que Vargas Llosa retrata en 'La civilización del espectáculo', un ensayo en el que advierte de que la propensión natural a la diversión se ha adueñado peligrosamente de la actividad institucional y del debate público, al punto de frivolizarlos. 

Suceden algunas cosas que causan perplejidad y otras que rozan el terreno de friquilandia. Fernando López Miras, sin ir más lejos, está a punto de acceder por segunda vez a la presidencia de la Comunidad Autónoma después de haber perdido las únicas elecciones a las que se ha presentado, lo que supone una rareza democrática. 

De traca fue también que un mandamás nacional de Ciudadanos, Fran Hervías, se enseñoreara de la Asamblea Regional, que no es suya, sino de los murcianos, y ordenara a su partido lo que debía hacer, o que el bueno de Alberto Castillo –nobleza obliga– se manifestara abrumado por su designación para presidir el Parlamento autónomo, como si cargo tan importante (la segunda autoridad de la Región) le hubiera tocado en una rifa. Hay mucho cabreo, y también mucha perplejidad, y no es para menos. 



(*) Columnista

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