Cuando el Tribunal Supremo decidió descartar los testimonios del rey Felipe VI y del president Carles Puigdemont,
entre otros, como testigos de la defensa, causó un grave daño a los
presos políticos que lo habían solicitado.
Eran ambos testigos clave por
su papel jugado en los meses de septiembre y octubre del 2017 y así lo
apunta el fiscal en sus escritos de acusaciones. De hecho, el discurso del monarca del 3 de octubre
de aquel año fue trascendental en la pérdida de apoyo institucional y
ciudadano de la Corona en Catalunya pero también supuso un cambio de
rasante en el que estaba situado el conflicto catalán.
Ya no era un
asunto entre gobiernos, español y catalán, sino que había subido un
escalón hasta situarse como un pulso al Estado al que respondía en
primera persona Felipe VI. La política lo entendió con el tiempo... pero
la justicia, desde el primer momento.
El Supremo bloqueó la comparecencia en el juicio de Felipe VI en
cualquiera de los formatos a los que como jefe del Estado podría
acogerse en una situación como esta. Sin embargo, el Rey se ha colado en el juicio
a través de un discurso pronunciado este miércoles en la clausura del
Congreso Mundial del Derecho celebrado en Madrid y en el que se le ha
distinguido con el Premio Mundial de la Paz y la Libertad
que le ha otorgado la Asociación Mundial de Juristas.
Su mensaje de que
"no es admisible apelar a una supuesta democracia por encima del
derecho" es cuando menos una interferencia en un juicio tan importante
como el del 1 de octubre y en el que se sustancian peticiones de pena de
más de 200 años. Es evidente que Felipe VI trata de lanzar un mísil
contra la línea de flotación del independentismo.
Su concepto de supuesta democracia es, cuando menos,
discutible. No hay supuestas democracias. Hay democracias de pueblos y
hombres libres o hay dictaduras, donde los ciudadanos no pueden tomar
decisiones libremente.
Su intervención en el juicio como si fuera un
tertuliano está fuera de lugar. Ha podido opinar al respecto aceptando
la citación de las defensas pero ha optado por no hacerlo. Le protege la
resolución del Supremo. Pero es cuando menos inelegante
inmiscuirse desde una esquina y utilizando el rango del que dispone y
sin cualquier tipo de debate.
Demasiadas veces en este proceso, el papel de Felipe VI ha sido el de
abogado acusador, muy lejos del que le confiere la Constitución de
árbitro y moderador del funcionamiento regular de las instituciones. Y
este proceso lo que menos necesitaba era un árbitro de parte.
(*) Periodista y ex director de La Vanguardia
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