miércoles, 19 de diciembre de 2018

La Iglesia de la estelada / Miquel Giménez *

En Cataluña, la Iglesia se ha posicionado inequívocamente al lado del separatismo. No es algo nuevo, porque siempre lo estuvo.

El obispo catalán Torras y Bages lo sentenció de manera lapidaria cuando dijo que Cataluña o sería cristiana o no sería. El poderoso vínculo entre catolicismo y nacionalismo es secular, retroalimentándose mutuamente de manera especial a partir del pujolismo. Efectivamente, Jordi Pujol, padre de todas las miserias que vivimos actualmente, es un ultracatólico, como también lo es el actual president Quim Torra

 La Iglesia, que debería alejarse de las controversias políticas en democracia, ha sabido estar siempre al lado de la burguesía catalana, del poder y del dinero. Que Oriol Junqueras, en la cárcel, acuda a misa a diario mientras Torra hace un ayuno simbólico en Montserrat no es ni anecdótico ni casual. Que sea, precisamente, la basílica de la Moreneta la montaña sagrada del nacional-separatismo, tampoco.

Vean cómo la jerarquía eclesiástica en Cataluña se alinea de manera indiscutible con el proceso, desde el obispo de Solsona Xavier Novell, que no oculta ni esconde su abierta profesión de separatista, al de Tarragona, Jaume Pujol, que ruega a la Virgen de Montserrat por la afirmación nacional catalana por citar solo dos ejemplos. 

Todos, en sus diócesis, facilitan la utilización de templos para que el separatismo haga propaganda, bien sea colgando lazos amarillos en fachadas y campanarios, bien en el interior, bien cediéndolos para la organización de actos en favor de esa ideología que separa y divide trágicamente a los catalanes. 

Ahí tienen al omnipresente abogado de Carles Puigdemont, alias el fugado, Jaume Alonso-Cuevillas, que se subió al púlpito de la iglesia de Linyola el pasado doce de este mes para dictar una conferencia con tintes de homilía titulada “Proceso al proceso”. Algo dijo, sin embargo, que es tristemente cierto: “Conseguir la independencia es una cuestión de fe”.

Nada de separación entre la Iglesia y la administración. La nueva república catalana también será católica o no será, si parafraseamos a Torras y Bages. Pronto aprendió a olvidar en Cataluña la Iglesia lo que sufrió en manos de aquellos que bien pronto empezó a apoyar, cobijar, proteger y defender. 

Porque el catolicismo oficial defiende esa tesis, como demuestra que el 1-O acogiese no pocos pseudo locales de votación en sus templos, o las homilías, misas y rogativas que a diario se efectúan desde estas en favor de los presos, los denominados por ellos exiliados. 

Eso, por no hablar de figuras folclóricas como Sor Lucía Caram o la monja Forcades, de las que preferimos no hacer mayor comentario, porque nos pesa la pluma al escribir acerca de cómo se ha pervertido la esencia misma del cristianismo y el mensaje de Jesús, que reconoce a todos los seres humanos como iguales, puesto que todos somos hijos de Dios.

En mi tierra, por desgracia, venimos de Mosén Xirinachs, radicalmente independentista y, por cierto, precursor en lo de las huelgas de hambre que tuvo un final trágico, o del Abad Escarré, separatista avant lalettre, o del movimiento escultista, que calafateaba conciencias de niños alrededor de la patria catalana. Bien pronto olvidó la Iglesia catalana todo lo que tuvo que sufrir cuando mandaban aquellos a los que entonces y ahora protegen. 

Cabe recordar la lista interminable de curas, monjas y católicos asesinados por aquellos “incontrolados” en tiempos de la República. Según el historiador Cárcel Ortí, fueron 270 en Lérida, 316 en Tortosa, 177 en la siempre muy catalana y amarilla Vic, 279 en Barcelona, 194 en la no menos separatista Gerona, 109 en Urgel o 60 en Solsona. 

Por no hablar de la quema de templos, la pérdida de obras de arte de incalculable valor, la profanación de tumbas o cómo podías ir a parar a una Cheka y ser asesinado solo por el hecho de ir a misa. De esto no hablan, curiosamente, los partidarios de la memoria histórica.

Se les llena la boca, eso sí, del caso Galinsoga, que en 1959 y siendo director del diario La Vanguardia – recordemos que por aquel entonces a los directores los nombraba Franco de acuerdo con la propiedad – se indignó al asistir a un oficio en Barcelona y comprobar que se decía en catalán, a lo que el hombre, de manera chapucera y soez, respondió saliendo de estampía y gritando “Todos los catalanes son una mierda”

Se organizó tal cristo, y nunca mejor dicho, organizado por un Jordi Pujol jovencito en forma de boicot al diario, que Galinsoga tuvo que dimitir obligado por Franco, siendo sustituido por Manuel Aznar, el abuelo del ex presidente del Gobierno José María.

Es decir, que con Franco se decía misa en catalán con normalidad, que todo un director franquista podía perder su puesto – justificadamente, porque no eran de recibo sus palabras insultantes y generalizadoras – y que Pujol ya cortaba el bacalao. 

De aquellos polvos han nacido estos tristes lodos de una Casa de Dios monopolizada por los lazos amarillos, marginando a los creyentes que no comparten esa idea política. Hasta ahí llega la ponzoña de aquellos que desean monopolizar todos los aspectos de la vida de Cataluña. 

Que eso sea compatible con el virulento anti clericalismo de las CUP, fanáticos defensores de que la única iglesia que ilumina es la que arde o con feministas radicales que trocan oraciones en versos pornográficos ya es harina de otro costal.

Recordemos, por ejemplarizante, el sermón de aquel modesto cura que, en Mataró, acabadas de entrar las tropas de Franco en 1939, dijo con un tremendo acento catalán “Ved, hijos míos, a donde nos han llevado vuestras locuras. La mitad del pueblo, muerto, otros, huyendo, la iglesia en ruinas y yo, ¡yo hablando en castellano!”.

Queda dicho.


(*) Periodista y escritor


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