La crisis económica consagró al Partido Popular como el
partido alfa de las clases medias españolas. Entre las elecciones
municipales de mayo del 2011 y las generales de noviembre de aquel año,
la organización política presidida por Mariano Rajoy alcanzó las mayores
cotas de poder de la derecha española en régimen parlamentario, desde
los tiempos de Cánovas.
El Partido Alfa tenía 186 de los 350 diputados del
Congreso. Ciento sesenta y cinco de los 265 senadores. Veinticuatro de
los 54 eurodiputados españoles aportaban sus votos al Partido Popular
Europeo. Gobernaba en once de las 17 comunidades autónomas. Controlaba
la gran mayoría de las diputaciones provinciales y cabildos insulares.
Suyas eran las alcaldías de casi todas las grandes ciudades –con la
excepción de Barcelona, Bilbao y Zaragoza–, y la mayoría de los
municipios mayores de 50.000 habitantes. Sumaba 26.500 concejales y 560
diputados autonómicos. Pronto obtendría el control de RTVE. Declaraba
tener 800.000 inscritos. Nadie se lo discutía, puesto que la libertad de
asociación protege esos datos del escrutinio público.
La sociedad española sólo le pedía una cosa al Partido Alfa: salir de la crisis con el menor daño posible.
La crisis, sin embargo, descarnó la corrupción en el sistema España. El país comenzó a estropearse seriamente y el rey Juan Carlos abdicó, invitando a un amplio relevo generacional. Rajoy hizo ver que aquel llamamiento no le incumbía.
En el 2015, el Partido Alfa sufrió un auténtico descalabro,
primero en las municipales y después en las generales. Perdió toda la
antigua Corona de Aragón: marginal en Catalunya y segunda fuerza en
Aragón, Baleares y Comunidad Valenciana. Cayó la alcaldía de Madrid y se
le escaparon Castilla-La Mancha y Extremadura. En las generales, el
cráter se hizo aún más profundo: perdió 3,5 millones de votos y obtuvo
63 diputados menos. Un descalabro cuantitativamente similar al de la
derecha griega (Nueva Democracia) ante el puñetazo de Syriza.
La trompada fue enorme, pero al Partido Alfa le funcionó el
airbag. Anémico y peleado, el PSOE perdió treinta diputados, quedando a
tiro del espectacular fenómeno Podemos. La sociedad pedía cambios pero
no indicaba con claridad qué cambios. Experto navegante, Rajoy consiguió
forzar una repetición electoral, de la que pudo obtener una trabajosa
investidura. La dócil gestora socialista fue su flotador. ¡Qué tiempos!
Sabemos lo que vino después. El ministro de Justicia no
pudo embridar a los jueces del caso Gürtel. Desenchufado del poder por
una moción de censura inevitable, la expresión partido alfa puede
parecer ahora una broma.
El Partido Popular escoge hoy al sucesor de Rajoy en unas primarias con freno de mano. María Dolores de Cospedal y Soraya Sáenz de Santamaría dirimen finalmente una enemistad laboriosamente trabajada.
Pablo Casado,
el más derechista de los tres, aspirar a dar la campanada, gracias al
impulso contra los de “arriba” que recorre todos los ámbitos de la
sociedad. Casado se propone como el más adecuado contrincante de Albert Rivera y eso tiene gancho. El gran tema del PP menguante es Ciudadanos.
Parecen una sombra de lo que fueron, pero no deberíamos
darles omega. Siguen teniendo una notable implantación territorial y
nada es sólido hoy en España. Ni en Europa.
(*) Periodista y director adjunto de La Vanguardia
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