La tozudez del gobierno en torpedear la
normalización institucional de Catalunya empeora las cosas, al menos
para sus propios intereses. Por "normalización institucional" se
entiende aquí el reconocimiento del resultado de las elecciones del 21
de diciembre pasado y la constitución de un govern presidido por Puigdemont.
De
eso no quiere ni oír hablar el B155 y, por tanto, la situación queda
bloqueada. Pero el bloqueo no puede sostenerse. En realidad, ninguna
solución que no sea la apuntada podrá sostenerse. Esta en concreto por
el quebranto que la situación provoca en las haciendas autonómicas. Las
Comunidades Autónomas (CCAA) están necesitadas de un nuevo marco de
financiación y, sobre todo, de numerario y urgente.
Innecesario recordar
cómo siempre se dice que, al establecer los planes generales de
financiación, preciso es ir con cabeza fría y pies de plomo. Cuando
llega la urgencia, se procede en caliente y con pies alados, como los de
Hermes, patrón de los ladrones. Dicen las CCAA que no cabe esperar más a
los catalanes a la hora de fijar el reparto de recursos. Tanto más
cuanto los indepes no parecen tener intención de participar en las
deliberaciones, cuenten o no con un govern.
Y
como no cabe esperar más, las CCAA piden a M. Rajoy que, enarbolando el
155, asuma la representación de Catalunya para establecer la nueva
forma de financiación común. A título de política práctica, inmediata,
la decisión sería un desatino más. Nadie va a creer que, haga lo que
haga el gobierno en lugar de la díscola Catalunya, irá en beneficio de
esta. Nadie que la propuesta emanada de esa deliberación sea sostenible a
la vista de las circunstancias.
Pero
lo más grave de esta decisión de deliberar en ausencia de Catalunya
sobre deberes y derechos de esta es que abre el camino al planteamiento
político que el independentismo está buscando: la relación bilateral
entre España y Catalunya. Por un lado, las CCAA, a través del Consejo de
Política Fiscal y Financiera se entienden entre sí (las de régimen
común y las de foral o las especiales) y todas articulan una propuesta
de financiación del Estado español que luego se negocia con Catalunya.
Esto no es exactamente lo que tienen en la cabeza los estrategas de La
Moncloa, pero es a donde llevan sus pasos, que nunca está guiados por el
sentido común del que tanto se alaban.
El
gobierno echa la culpa del bloqueo de la investidura a los indepes,
tras haberse tomado la molestia de prohibir la investidura consecutiva
de tres candidatos y la adicional de encarcelar a dos de ellos. Así que
ahora se encuentra de nuevo con el primero, que solo está en el exilio y
es quien personifica la legitimidad en primera instancia según las
mentadas elecciones del 21 de diciembre.
Hay
una idea de que la decisión de proponer de nuevo a Puigdemont tropieza
con un malestar creciente en el movimiento independentista, en cuyos
encuentros cada vez se ven más caras serias y preocupadas de hasta dónde
puede llevar el empecinamiento de Puigdemont. Pero la verdad es que,
por las noticias y reportajes de la prensa alemana, Der Spiegel y el Süddeutsche Zeitung, el ambiente en el independentismo es de optimismo: los independentistas no se rinden.
Ni
tienen por qué. Están ganando en la medida en que las mismas decisiones
del gobierno central van en contra de sus intereses. El nerviosismo de
las CCAA es una prueba más de lo que está revelándose como experiencia
de la situación actual: que España no es gobernable en confrontación
institucional con Catalunya. Esa confrontación se mantendrá mientras no
haya un govern apoyado en el libre consentimiento de los
ciudadanos, y el Estado no desista en su política de judicializar el
conflicto y mantenga en vigor el 155.
Y todo esto sobre el fondo de unas elecciones cada vez más cercanas.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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