Lejos del foco, Carles Puigdemont i Casamajó,
president de la Generalitat desde el 12 de enero de 2016, no ha
cambiado. O no ha cambiado mucho. Porque es obvio que el exilio al que
le ha obligado el Estado español para evitar la prisión le ha marcado de
por vida. Pero él sigue siendo espontáneo, intuitivo, próximo, felino
y, sobre todo, líder, una característica que le reconoce todo el mundo
excepto los que no lo conocen. Es convincente y está convencido. Seguro y
terrenal.
No divaga en el espacio de los imposibles por más que se le
intente presentar desde el Consejo de Ministros como si viviera en
Matrix. Impresiona la dignidad con que lleva el cargo del que le
destituyó inapropiadamente la mañana del 28 de octubre Mariano Rajoy,
una vez el Senado le facultó para ello aprobando la aplicación del 155
de la Constitución, y oficializó la disolución de la autonomía catalana
por la puerta de atrás y con el entusiasta apoyo de Ciudadanos y de los
socialistas.
El hombre intrépido y osado que trae de cabeza al Estado y que
arrastra una maleta de ruedas por los aeropuertos, como lo ha definido
gráficamente con brillantez Antoni Puigvert, encarna hoy, quizás, una
misión imposible. ¿Pero no lo ha sido siempre la causa catalana? ¿No era
una misión imposible la presidencia en el exilio de Josep Tarradellas durante más de 23 años?
Cuando a mediados de los años setenta visité al ya anciano president en Saint-Martin-le-Beau, en el centro de Francia, en el arrondissement de Tours, el viejo león republicano era un hombre sin futuro. Adolfo Suárez
no había movido aún pieza, las izquierdas no habían ganado en Catalunya
las elecciones del 15 de junio de 1977 y Tarradellas era tan solo una
carpeta, un dossier lleno de polvo en algún despacho oficial. La demanda
de su retorno no era aún mayoritaria en Catalunya.
Pero allí estaba él,
en una masía perdida del departamento de Indre-et-Loire, con su esposa
Maria Antònia Macià y su hija Montserrat, planificando un futuro que
solo él atisbaba. Hoy se puede concluir que si Tarradellas no hubiera
resistido en el exilio casi dos décadas y media, la Diputación General
de Catalunya que patrocinaba Juan Antonio Samaranch desde la entidad
provincial de Barcelona quizás hubiera salido adelante, y, quien sabe
cómo se hubieran escrito estos años.
Pero, hoy por hoy, ni Puigdemont es Tarradellas, ni Rajoy es Adolfo
Suárez. Además, Tarradellas es en un momento dado la solución y
Puigdemont es justamente el problema de un Estado cuyos gobernantes han
decidido orillar la ley todo lo que haga falta para preservar su unidad.
Aunque este objetivo obligue a violentar ese organismo casposo que es
el Consejo de Estado y que se ha atrevido a propinar a Soraya y compañía un bofetón de campeonato
a cuenta de si el Parlament podía o no acometer la investidura de
Carles Puigdemont.
Hasta qué punto será evidente que sí que podía
llevarla a cabo, que la legión de abogados del Estado que maneja SSS han
sido refutados en campo propio. Vamos, para que se hagan una idea, el
Consejo de Estado que dice que sí a todo lo que le pide el Gobierno ha
exclamado un rotundo no, incapaz de no sonrojarse con la iniciativa de
la Moncloa.
Sobre Puigdemont se escriben decenas de mentiras cada día. Todo vale
para intentar denigrarlo desde Madrid y también, en menor medida, desde
Barcelona. Curiosa paradoja esta, uno de los políticos más perseguidos
por los medios internacionales y en condiciones de escoger el diario o
la televisión de los cinco continentes en que quiere hablar es
diariamente vilipendiado por lo que se denomina "Madrid".
Las fake news
rivalizan entre ellas casi a diario. Dos de las últimas: se publica
primero en un diario ultra de Madrid que ha sido cazado "bebiendo
champagne del caro y cenando langosta en un lujoso restaurante de
Bruselas". Las televisiones lo divulgan ampliamente y, claro, no hace
falta añadir nada más: el espectador se quedará con una única idea, que
se está pegando la vida padre.
¿Y la realidad? El restaurante se llama Carnivore, está al
norte de la ciudad, cerca del mercado del pescado, del metro de Santa
Caterina y de la plaza con el mismo nombre. Tiene una buena calificación
de Tripadvisor y de El tenedor, dos prescriptores
donde los comensales puntúan al local. Fuera hay un cartel indicando
el precio del menú: dos platos y postre, 25 euros. Si uno toma media
langosta a la plancha, el almuerzo sale por 28 euros.
El propietario,
que habla perfectamente el castellano, te ofrece una copa de cava
catalán que no tiene en la carta, donde solo hay champán francés. Esa
langosta y ese "champagne del caro" en un menú de 28 euros para
quien lo quiera tomar. Ese era el gran lujo que explicaban ampliamente
las televisiones españolas.
Otra fake news. Se publica coincidiendo con el viaje de algo más de 24 horas de esta semana a Copenhague
que a la capital danesa no se ha desplazado a verle ni su hermano
pequeño, que reside en Dinamarca, a pocas horas de coche de la ciudad.
Mentira. Ningún hermano de Puigdemont vive en Dinamarca, pero la
cuestión está en presentarle como un prófugo del que además no quiere
saber nada ni su familia. No se puede estar desmintiendo todo, claro
está. Pero en esta guerra informativa es obvio que el Estado tiene un
relato que busca su destrucción. Política pero también personal.
Puigdemont abandona el restaurante en su sencillo vehículo con su inseparable Josep Maria Matamala
y el mosso que le acompaña. Fuera, un hombre joven, delgado, mediana
estatura, con barba de unos días, hace discretamente fotos con un móvil.
Aparentemente, no a él, sino a su compañero de mesa. Cuando este saca
el teléfono para intentar fotografiarlo, se pone rápidamente la capucha
del anorak, esconde su rostro, se gira y sale corriendo. Otra escena
habitual.
(*) Periodista y ex director de La Vanguardia
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