Debido al inquietante activismo
antiecológico de cierto número de ingenieros en la región, dentro y
fuera de las instituciones político-administrativas, trataré (haciendo
un esfuerzo que ni por asomo pretendo que coincida con lo que en
realidad piensan los destinatarios de mi análisis, pero que sí se
ajustará a lo que hacen) de encajar en algún marco ideológico de los
existentes el actual giro de las políticas ambientales de la
Administración murciana, sin dejar aparte la constatación
histórico-entrópica de que las cosas pueden siempre ir a peor.
Los planes que el consejero de Turismo, Cultura y Medio Ambiente, Javier Celdrán,
muestra para el Mar Menor (o la Marina de Cope) retratan esta fase
actual del desmadre y la incompetencia, y se basan en una clara
incapacidad para entender de qué se trata; pero cuenta con un elemento
básico determinante: el carácter vital-formativo del responsable que,
siendo ingeniero, pone en evidencia cuando habla y opina que nunca nadie
le ha podido insuflar el mínimo de sensibilidad ecológica necesaria
para responsabilizarse de estos problemas, los ambientales, que hoy por
hoy ya son los más serios en la región.
Celdrán exhibe la mentalidad
ingenieril más clásica, pese a lo cual se ha puesto en sus manos el
medio ambiente regional con el agravante, insoportable, de que también
se le han atribuido otras responsabilidades eminentemente
contradictorias, las de turismo, seguramente con la intención, no de
hacerlas compatibles, sino de que el enfrentamiento entre ambas, con
pérdida cantada para lo ambiental, pueda resultar justificable,
demostrable y hasta benéfico para la opinión pública, según la lógica y
la práctica tecnocráticas propias del personaje.
Algo muy parecido (una sensibilidad ecológica ilocalizable) luce el director general del Mar Menor, Antonio Luengo
(¡experto en robótica!) que espera poder salir con bien de donde lo han
metido atrincherándose en un elocuente silencio. Pero la mentalidad
ingenieril, ya lo he subrayado otras veces, no es exclusiva de
ingenieros, y en esta región hacen gala de ella numerosos economistas y
hasta abogados, puestos en la tesitura de gestionar la cosa pública.
Un
abogado como Pedro Rivera, por ejemplo, demuestra ser
un lego radical en medio ambiente cuando propone 'ferrys ecológicos'
para el Mar Menor; y tampoco se muestra más fino cuando, haciendo las
cuentas de la lechera, anuncia que el AVE y el aeropuerto aportarán 250
millones de euros anuales a la región: este consejero de Fomento no
parece saber en qué mundo vive ni (lo que es peor) cuál es la tierra que
habita y en la que gobierna.
Se me ocurre relacionar este
relato de actitudes, digamos desarrollistas y claramente ajenas a
cualquier conciencia ecológica, con el sansimonismo decimonónico (de Henri de Saint Simon,
1760-1825), que cabalgaba sobre el positivismo del momento, configurado
por la Escuela Politécnica de París y que daba consistencia a la
sociología original, casi exclusivamente francesa y muy poblada de
ingenieros; y propugnaba que la sociedad estuviese gobernada por gente
práctica y eficaz (positiva), es decir, ingenieros, empresarios,
banqueros?
Y de ahí el ahínco con que propugnaban la construcción y
extensión de infraestructuras como ferrocarriles, carreteras, canales?
para dotar de redes de comunicación e integración a los países que
vivían la revolución industrial. Nuestros sansimonianos (como yo me
empeño en considerarlos, pese a ellos) son forofos de las
infraestructuras, pero no entienden el significado de red ni de
integración territorial: sólo así se puede predicar que el AVE (que para
ser velocísimo elimina paradas) integre, que un aeropuerto está bien
construido a 30 y 70 kilómetros de otros dos existentes; que haga falta
un nuevo puerto junto a otros dos funcionales y desahogados, etcétera.
Aquellos sansimonianos, además, habían adquirido, en su mayor parte, una
densa cultura en esa Politécnica, en la que se citaba y desarrollaba lo
esencial de la ciencia europea en esos años de transición entre los
siglos XVIII y XIX; ya quisieran nuestros actuales ingenieros parecerse a
los de la Politécnica parisina, culta y revolucionaria.
Este
sansimonismo a la murciana parece surgir como un recurso a la eficacia
de los técnicos una vez agotada la experiencia de los políticos, de
balance ruinoso. Se trataría de un sansimonismo de pueblo, degradado y
extemporáneo, perceptible en una fase que persigue trastocarlo todo en
aras de una eficacia que se sabe de antemano imposible: pero que quiere
ganar tiempo con proyectos empresariales efectistas.
Porque las
últimas Administraciones murcianas han optado por convertirse sin
disimulos en peleles de los intereses empresariales, en cuyas manos
ponen su supervivencia política: última desviación ideológica, de
carácter fatalista y desesperado. Lo último ha sido seguir las
descaradas instrucciones del factotum José María Albarracín
(que lleva su injerencia en la política a niveles hasta ahora no
logrados por los líderes de la CROEM) para sustituir el órgano ambiental
competente por una Agencia del Clima y el Medio Ambiente que, por lo
perversa y lacaya, el ecologismo murciano habrá de obstaculizar.
A
un sansimonismo tan trasnochado y perjuro (pero que, ¡ay! se ha topado
con el obstáculo ecologista, que ni el inquieto Saint Simon o sus
discípulos pudieron entrever) hay que adjudicar el sonoro y sistemático
fracaso de todos (¡todos!) los grandes proyectos que, bien desde la
incompetencia contrastada, la ambición ridícula o la estulticia
exhibicionista, han ido desfilando en el último cuarto de siglo por esta
tierra asombrada y mártir.
Como la incisiva urbanización de Lo Poyo en
el entorno del Mar Menor, la tan cacareada Marina de Cope, el infame
aeropuerto, la ilusa inversión de la Paramount, la ruinosa autopista
Cartagena-Vera, el fantasioso puerto del Gorguel? y por si fuera poco,
hasta el acceso del AVE a Murcia se ha envenenado de tal manera, física y
socialmente, que nos habrá de proporcionar otra travesía de años y
frustraciones hasta que, fatalmente, se incruste en la capital, habiendo
arramblado antes con millones públicos, prestigios políticos y energías
vecinales derrochadas entre la espada y la pared.
(*) Ingeniero y profesor
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