Siempre el nacionalismo catalán ha soñado con separar
limpiamente lo catalán de lo español. Pero este proyecto no habría
triunfado en una sociedad pactista y mezclada como la catalana si el
nacionalismo español no hubiera sembrado durante años una visión de la
españolidad uniformadora, alérgica a la diferencia cultural y a la sana
competencia económica.
Sobre este fundamento, Aznar, aprovechando la
miserable estrategia de ETA, articuló un nuevo orgullo español que
reaccionaba contra toda manifestación de disidencia nacional y pugnaba
por confirmar, a pesar del estado de las autonomías, la centralidad
económica y política de Madrid: megápolis del sur de Europa.
El hundimiento de la tercera vía
catalana se debe a la destrucción del espacio de confluencia entre los
legítimos intereses catalanes y los intereses globales españoles.
Pasqual Maragall, por poner un ejemplo lejano, defendió, con el
nacionalismo en contra, el primer AVE: Madrid-Sevilla. Sostenía que el
desarrollo andaluz, además de justo y reparador, sería positivo:
Barcelona tendría más oportunidades en una España policéntrica.
Ahora
sabemos que, gracias al AVE y a la persistencia de la visión radial,
España se despuebla en beneficio de Madrid: lo demostró primero Germà
Bel y es un hecho en términos de crecimiento. Las dificultades de muchas
regiones de España son fruto de la voracidad del gran Madrid. Es muy
fácil disimular esto con la retórica de la igualdad, pero el hecho es
que buena parte del territorio español está condenada a la subvención.
Ya antes de la crisis, la economía
catalana temió ser provincianizada por el gran Madrid. De ahí los
movimientos de las élites catalanas a favor, por ejemplo, del hub
aeroportuario (2007). Ahora bien, por razones que nunca he entendido,
dichas élites no se atrevieron a plantear seriamente la batalla en
defensa del eje económico catalán.
Paralelamente, la tercera vía
política del PSC se hundía víctima de sus errores en la época de los
tripartitos y por su incapacidad para defender aquí y allí su posición
singular. El vacío que estos dos sectores dejaron fue ocupado por la
menestralía (ERC) con la inestimable ayuda del TC. El nacionalismo de
origen pujoliano ha dado paso al independentismo para culminar una idea
que no responde ni a la historia ni a la realidad social: el corte
limpio entre catalanidad y españolidad.
El dilema presente es perverso: o
aceptar la legalidad virtual de Puigdemont o contribuir a la política
leguleya de Rajoy, que se ha limitado a cobrar los réditos de la visión
fundacional de Aznar. Cuando un dilema es tan perverso, hay que
aferrarse a la posición propia, por minoritaria que parezca.
Ser
comprensivo con los catalanes que han optado por echarse al monte con el
sombrero de la dignidad no implica dar por buena su estrategia. Después
del incendio, el paisaje quedará negro. Tendremos que volver a empezar.
Ahora bien: no podríamos contribuir a ello si en estos momentos
frenéticos no desafiáramos el fuego, como hacen los bomberos, para
rescatar de la quema el sombrero de la dignidad catalana.
(*) Escritor y poeta español en lengua catalana
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