jueves, 21 de septiembre de 2017

Cataluña, la política y el Código Penal / José Luis Manzanares *

Los errores se pagan, también los que han agravado el problema catalán hasta desembocar en la presente situación. Aunque no se produzca la proclamación unilateral de la independencia, ya el haberse llegado hasta la convocatoria de este esperpéntico referéndum es fruto de una política equivocada, dejando para mañana lo que debió hacerse ayer con un coste infinitamente menor. 

La bola de nieve del separatismo tiene sus causas y sus culpables por error u omisión. Franco decía responder sólo ante Dios y ante la Historia, pero lo correcto en una democracia es rendir cuentas ante la ciudadanía.

Los primeros dislates en el tratamiento del problema catalán tras la Constitución de 1978 comenzaron pronto, cuando los votos de la Unión Democrática de Cataluña (UDC) eran imprescindibles para que uno de los dos grandes partidos nacionales pudiera formar gobierno. El pago consistía en transferencias y una tolerancia suicida frente al incumplimiento metódico de las leyes y de las resoluciones judiciales, desde la colocación de banderas en edificios públicos hasta el uso del castellano como idioma común. Y quizá, de propina, una tácita promesa de lenidad en la persecución de determinadas corrupciones institucionales y personales. El tres por ciento denunciado por Maragall en pleno Parlament, el vidrioso asunto de Banca Catalana y los tejemanejes de la familia Puyol servirían de botones de muestra en una larga lista.

La bola de nieve fue creciendo a la par que el desamparo de los catalanes que siguen considerándose españoles y ven a Cataluña como una parte de España. Se optó por evitar el victimismo de los separatistas cediendo a un chantaje encaminado descaradamente a la proclamación de la República de Cataluña. La táctica de los tres monos japoneses, tapándose los oídos, los ojos y la boca, no garantiza necesariamente la solución de los problemas.

Sobre las facetas puramente políticas del desafío separatista en Cataluña se han derramado ya los proverbiales ríos de tinta. Nadie niega al Gobierno que ajuste su actuación al principio de oportunidad, pero no se entiende muy bien la constante referencia al principio de proporcionalidad si se trata de parar un golpe de estado contra la unidad centenaria (y constitucional) de España.

Para muchos españoles, entre los que me cuento, la actual crisis nacional es perfectamente comparable con la del 23F de Tejero, Armada y compañía. El propósito de estas líneas es, sin embargo, más que insistir en el aspecto político de la crisis, abordar brevemente su faceta jurídicopenal conforme al Código Penal de 1985, donde no figura el delito de “golpe de estado” pero si otros como los de rebelión, sedición, malversación, desobediencia y prevaricación. Pasemos revista.

La rebelión había consistido siempre en “alzarse públicamente y en abierta hostilidad contra el gobierno” para obtener, entre otros fines, la independencia de una parte del territorio nacional, pero el Código Penal vigente requiere que el alzamiento se haga “violenta y públicamente” (artículo 472), con lo que se ha estrechado el tipo penal en aras de un presunto progresismo. Es notorio que los independentistas han evitado hasta ahora toda violencia, tanto la personal como la recaída sobre las cosas. Y sabido es que el derecho penal no admite interpretaciones en contra del reo. Ergo, sin violencia no hay rebelión.

El delito de sedición, considerado como una rebelión de segundo grado, no menciona siquiera como posible objetivo la independencia de una parte del territorio nacional. Las finalidades que contempla son de mucha menor entidad. Aquí sí que, quizá por esa menor relevancia del bien jurídico protegido, el tipo penal se ha referido siempre, y así continúa siendo, a los que “se alcen pública y tumultuariamente…” (artículo 544). De nuevo ha de reconocerse que el tumulto, al menos como medio para obtener la independencia, tampoco se ha producido hasta el momento. El protagonismo del procés” corresponde al Govern, al Parlament y a algunas otras instituciones o entidades catalanas, pacíficas todas ellas y hasta respetuosas formalmente con el Rey de España.

Con las penas de inhabilitación previstas para los delitos de desobediencia y prevaricación (en este último caso acompañadas de una multa) poco puede hacerse. Primero, porque la firmeza de la condena se retrasará varios meses, si no años. Segundo, porque correrá automáticamente el escalafón en las líneas separatistas. Y tercero, porque resultan ridículas para afrontar nada menos que un ataque frontal contra la unidad de España. Tales delitos y penas no están pensados para supuestos de tanta gravedad.

Es cierto que la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional ha sido modificada para que el mismo pueda acordar directa y rápidamente,  incluso de oficio, las suspensiones e inhabilitaciones de los desobedientes, pero es una posibilidad de la que el Alto Tribunal se resiste a hacer uso. Algo que se explica porque éste nació para pronunciarse sobre las dudas que presente la interpretación de algún precepto de nuestra Ley Fundamental, pero no para imponer sanciones propias de la jurisdicción penal ordinaria o del derecho administrativo.

En cuanto al delito de malversación por haberse utilizado caudales públicos de las instituciones catalanas en apoyo del proceso independentista, algo que excede de sus competencias, resulta difícil explicar que sólo a estas alturas del proceso independentista se tome en serio la correspondiente acusación. O a lo peor sucede que la malversación se castiga con una pena de cárcel que se quiso evitar a toda costa por razones políticas.

La aplicación o no del artículo 155 de la Constitución, si aún hubiera tiempo para ello, o de la Ley de Seguridad Nacional, pensando en posibles alteraciones del orden público antes o después del 1 de octubre, quedan al margen de estos comentarios. Permítaseme añadir, no obstante, lo que acabo de leer en uno de los grandes diarios nacionales: “por el prestigio de las instituciones cuesta ver a todo un Estado jugando al trile con una cuadrilla de provocadores”.

Y hay una Ley Orgánica 4/1981, que regula no sólo los estados de alarma y excepción, sino también el de sitio. Este último procederá “cuando se produzca o amenace producirse una insurrección o acto de fuerza contra la soberanía o independencia de España, su integridad territorial o el ordenamiento Constitucional, que no pueda resolverse por otros medios”. Sin olvidar tampoco la reacción de nuestra Segunda República a la proclamación unilateral de la independencia de Cataluña en 1934. Fue cuestión de horas.



 (*) Consejero Permanente de Estado, Magistrado del Tribunal Supremo (J), Abogado del Estado (J) y Profesor Titular de Derecho Penal


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