Los errores se pagan, también los que han agravado el problema
catalán hasta desembocar en la presente situación. Aunque no se produzca
la proclamación unilateral de la independencia, ya el haberse llegado
hasta la convocatoria de este esperpéntico referéndum es fruto de una
política equivocada, dejando para mañana lo que debió hacerse ayer con
un coste infinitamente menor.
La bola de nieve del separatismo tiene sus
causas y sus culpables por error u omisión. Franco decía responder sólo
ante Dios y ante la Historia, pero lo correcto en una democracia es
rendir cuentas ante la ciudadanía.
Los primeros dislates en el tratamiento del problema catalán tras la
Constitución de 1978 comenzaron pronto, cuando los votos de la Unión
Democrática de Cataluña (UDC) eran imprescindibles para que uno de los
dos grandes partidos nacionales pudiera formar gobierno. El pago
consistía en transferencias y una tolerancia suicida frente al
incumplimiento metódico de las leyes y de las resoluciones judiciales,
desde la colocación de banderas en edificios públicos hasta el uso del
castellano como idioma común. Y quizá, de propina, una tácita promesa de
lenidad en la persecución de determinadas corrupciones institucionales y
personales. El tres por ciento denunciado por Maragall en pleno Parlament, el vidrioso asunto de Banca Catalana y los tejemanejes de la familia Puyol servirían de botones de muestra en una larga lista.
La bola de nieve fue creciendo a la par que el desamparo de los
catalanes que siguen considerándose españoles y ven a Cataluña como una
parte de España. Se optó por evitar el victimismo de los separatistas
cediendo a un chantaje encaminado descaradamente a la proclamación de la
República de Cataluña. La táctica de los tres monos japoneses,
tapándose los oídos, los ojos y la boca, no garantiza necesariamente la
solución de los problemas.
Sobre las facetas puramente políticas del desafío separatista en
Cataluña se han derramado ya los proverbiales ríos de tinta. Nadie niega
al Gobierno que ajuste su actuación al principio de oportunidad, pero
no se entiende muy bien la constante referencia al principio de
proporcionalidad si se trata de parar un golpe de estado contra la
unidad centenaria (y constitucional) de España.
Para muchos españoles, entre los que me cuento, la actual crisis
nacional es perfectamente comparable con la del 23F de Tejero, Armada y
compañía. El propósito de estas líneas es, sin embargo, más que insistir
en el aspecto político de la crisis, abordar brevemente su faceta
jurídicopenal conforme al Código Penal de 1985, donde no figura el
delito de “golpe de estado” pero si otros como los de rebelión,
sedición, malversación, desobediencia y prevaricación. Pasemos revista.
La rebelión había consistido siempre en “alzarse públicamente y en
abierta hostilidad contra el gobierno” para obtener, entre otros fines,
la independencia de una parte del territorio nacional, pero el Código
Penal vigente requiere que el alzamiento se haga “violenta y
públicamente” (artículo 472), con lo que se ha estrechado el tipo penal
en aras de un presunto progresismo. Es notorio que los independentistas
han evitado hasta ahora toda violencia, tanto la personal como la
recaída sobre las cosas. Y sabido es que el derecho penal no admite
interpretaciones en contra del reo. Ergo, sin violencia no hay rebelión.
El delito de sedición, considerado como una rebelión de segundo
grado, no menciona siquiera como posible objetivo la independencia de
una parte del territorio nacional. Las finalidades que contempla son de
mucha menor entidad. Aquí sí que, quizá por esa menor relevancia del
bien jurídico protegido, el tipo penal se ha referido siempre, y así
continúa siendo, a los que “se alcen pública y tumultuariamente…”
(artículo 544). De nuevo ha de reconocerse que el tumulto, al menos
como medio para obtener la independencia, tampoco se ha producido hasta
el momento. El protagonismo del “procés” corresponde al Govern, al Parlament
y a algunas otras instituciones o entidades catalanas, pacíficas todas
ellas y hasta respetuosas formalmente con el Rey de España.
Con las penas de inhabilitación previstas para los delitos de
desobediencia y prevaricación (en este último caso acompañadas de una
multa) poco puede hacerse. Primero, porque la firmeza de la condena se
retrasará varios meses, si no años. Segundo, porque correrá
automáticamente el escalafón en las líneas separatistas. Y tercero,
porque resultan ridículas para afrontar nada menos que un ataque frontal
contra la unidad de España. Tales delitos y penas no están pensados
para supuestos de tanta gravedad.
Es cierto que la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional ha sido
modificada para que el mismo pueda acordar directa y rápidamente,
incluso de oficio, las suspensiones e inhabilitaciones de los
desobedientes, pero es una posibilidad de la que el Alto Tribunal se
resiste a hacer uso. Algo que se explica porque éste nació para
pronunciarse sobre las dudas que presente la interpretación de algún
precepto de nuestra Ley Fundamental, pero no para imponer sanciones
propias de la jurisdicción penal ordinaria o del derecho administrativo.
En cuanto al delito de malversación por haberse utilizado caudales
públicos de las instituciones catalanas en apoyo del proceso
independentista, algo que excede de sus competencias, resulta difícil
explicar que sólo a estas alturas del proceso independentista se tome en
serio la correspondiente acusación. O a lo peor sucede que la
malversación se castiga con una pena de cárcel que se quiso evitar a
toda costa por razones políticas.
La aplicación o no del artículo 155 de la Constitución, si aún
hubiera tiempo para ello, o de la Ley de Seguridad Nacional, pensando en
posibles alteraciones del orden público antes o después del 1 de
octubre, quedan al margen de estos comentarios. Permítaseme añadir, no
obstante, lo que acabo de leer en uno de los grandes diarios nacionales:
“por el prestigio de las instituciones cuesta ver a todo un Estado
jugando al trile con una cuadrilla de provocadores”.
Y hay una Ley Orgánica 4/1981, que regula no sólo los estados de
alarma y excepción, sino también el de sitio. Este último procederá
“cuando se produzca o amenace producirse una insurrección o acto de
fuerza contra la soberanía o independencia de España, su integridad
territorial o el ordenamiento Constitucional, que no pueda resolverse
por otros medios”. Sin olvidar tampoco la reacción de nuestra Segunda
República a la proclamación unilateral de la independencia de Cataluña
en 1934. Fue cuestión de horas.
(*) Consejero Permanente de Estado, Magistrado del Tribunal Supremo (J), Abogado del Estado (J) y Profesor Titular de Derecho Penal
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