viernes, 19 de julio de 2019

¿Por qué le llaman política si quieren decir sexo? / Ángel Montiel *

En los veinticuatro años de Gobiernos de Valcárcel jamás escuché a nadie del PP, y menos al prohombre, definir su opción ideológica como liberal. El PP era el PP, y en él cabía todo. Había algunos en la cocina que sí, se decían liberales, pero se sabían aplicando, a su manera, políticas del Estado del Bienestar, que son más o menos socialdemócratas. 

Por eso, cuando en 2011 llegaron los recortes a los servicios públicos muchos se asombraron de la existencia misma de los recortes: ah ¿pero es que un Gobierno de derechas tiene donde recortar? 

Pues sí, y esto es lo que explica que Valcárcel ganara tantas elecciones sucesivas y cada una de ellas con más votos que en la anterior. El PP incrementaba los presupuestos de la política social (si bien para gratificar a sectores cautivos que le hacían el trabajo desde el exterior), y construía hospitales, colegios e institutos por un tubo. 

 Todo aquello no parecía exactamente muy liberal, pero resultaba muy eficaz desde el punto de vista electoral. Claro es que, junto a la 'política socialdemócrata' con que el PP sustituía al PSOE, mantenía el clientelismo de amiguetes en otros sectores, especialmente los económicos, pero esto tampoco era muy liberal; más bien se diría que autocrático. 

Al PP, quiero decir, le ha ido muy bien sin definirse como liberal. Era un cajón de sastre en que cabía desde el paternalismo democristiano, la tecnocracia presuntamente apolítica y el ultraconservadurismo soterrado. Pero cuando todo estalló en mil pedazos para dar lugar al multipardidismo, la nueva generación que se hizo con el timón del gran partido de la derecha empezó a titularse liberal. Y esto en un espacio repleto de siglas con esa etiqueta. 

Ciudadanos, los primeros. Lo suyo era, o eso parecía, un liberalismo actualizado, digamos europeizado, en que se combinaban las recetas económicas clásicas del capitalismo sin paliativos con la asunción de todo el abanico progresista en lo relativo a la modificación de costumbres y a las libertades públicas individuales al respecto. 

Pero inmediatamente apareció un hermano menor, Vox, que aun reproduciendo la literalidad de lo que sería un neoliberalismo salvaje en lo económico y social presentaba una cara ultraconservadora en el capítulo de las libertades, con el rescate de una moralina subyacente desde Trento. 

En ese contexto, el PP, perdida su exitosa imagen de transversalidad en el espectro de las derechas, vino a copiar, tras Rajoy, el kit del liberalismo, tal vez porque los nuevos gestores se mostraban desorientados y observaban que de un lado y otro, tanto Cs como Vox, les arrebataban un espacio que hasta entonces los populares no habían sentido la necesidad de señalizar en lo ideológico. 

Y a resultas de todo esto, ahora tenemos tres partidos que se dicen liberales, muy sueltos de doctrina, pero cada uno de su padre y de su madre aunque todos acaben confluyendo en un manual básico muy lejano de la tradición original de esa corriente política, en esta ocasión enfocada por todos ellos a los intereses de los grupos de presión más cercanos, el murcianismo de amiguetes (versión autóctona del emprendedurismo económico), y a todas las versiones del folclorismo que aspira a modificar las tradiciones auténticas y el impulso desbocado de la cultura y de sus expresiones más libres. 

Las tres fuerzas políticas liberales coinciden, claro, a la hora de la verdad, en el 95% de sus iniciativas, pero hay un factor que desactiva la posibilidad del acuerdo definitivo. El PP, que durante años contenía en su interior la sacristía, el hispanismo militarista y el regionalismo de pregón de fiestas, se ha centrifugado, y algunas de las piezas resultantes de la disgregación han reforzado su ideario esquemático. 

Así, estamos asistiendo a episodios entre paródicos y espeluznantes, en que fuerzas que se denominan liberales aspiran a que el Estado (el Gobierno regional en este caso) se meta en la cama de los individuos libres para aleccionarlos sobre sus prácticas sexuales y quieren utilizar el mecanismo de la educación pública para transferir el derecho de los educandos a la voluntad de sus padres por si éstos quisieran evitarles el conocimiento del valor de la diversidad y la comprensión de la complejidad del mundo para inculcarles una moralidad manufacturada de acuerdo a sus propios prejuicios o a sus fantasmas psicológicos. 

Llevamos soportando demasiado tiempo una negociación para la la formación de un Gobierno en la que, en realidad, no se habla de política, es decir, de los problemas reales de la gente, sino de sexo, porque hay un grupo (curiosamente autodenominado liberal) obsesionado con la libertad sexual de las personas y con los derechos que por su variada condición les asisten. 

Y lo peor es que otros que también se dicen liberales pretenden seducirlos para establecer un pacto de Gobierno. ¿Es tan difícil que llegue un día, en algún siglo, en que dejemos en paz a los homosexuales y que empecemos a combatir la homofobia desde la escuela para que nadie se sienta señalado, excluido o estigmatizado por ejercer su libertad? ¿Es tan difícil que quepa esto en algunas cabezas?



(*) Columnista


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