¡Qué ojo el de quienes desprecian los
lazos amarillos y los ridiculizan! O los ignoran como rabietas
infantiles. O los vinculan directamente con el fascismo con mayor o
menor ingenio, como hace una viñeta de El Roto titulada "Síntesis" en
la que relaciona el lazo amarillo, símbolo del deseo de regreso de
quienes se ausentaron, con el haz de flechas de la Falange, organización
violenta y delictiva durante largos periodos de su existencia.
¡Qué ojo!
Y
eso que los lazos habían sufrido ya una siniestra historia de
agresiones a cargo de bandas callejeras de matones, más o menos
alentadas u organizadas por unos u otros partidos. Por no mencionar los posados de
los líderes de la derecha arrancando "lacitos" en céntricos paseos al
grito de que los espacios públicos han de ser neutrales, en donde
"neutrales" significa lo que a ellos/as les da la ganaa.
Es
igual. El ojo clínico se reafirma: los lazos amarillos simbolizan
nacionalismo y el nacionalismo es por definición de derechas, burgués,
reaccionario. Lo dicen mentes preclaras españolas no nacionalistas,
incluso antinacionalistas, antitodo nacionalismo, mire usté. España es
un ente mítico, una nación de no nacionalistas, de antinacionalistas,
una antinación.
Salgamos
de este circo y vayamos al de la realidad real, que ahora se llama
"analógica". La Junta Electoral Central, órgano español, vuelve a la
carga con un ultimátum a Torra: 24 horas para retirar los lazos
amarillos o atenerse a las (malas) consecuencias. Para el Estado
español, el requerimiento es impecable en teoría democrática y práctica
del Estado de derecho. Para la Generalitat republicana es una injerencia
más del Estado colonial en el autogobierno de Catalunya.
La situación, obviamente, un ejemplo de lo que llamábamos en un post anterior Gobernar bajo (o)presión y en otro, anterior, Gobernar con miedo.
Es decir, gobernar en estado de interferencia permanente del Estado. La
mera aplicación de la legislación vigente pone a la Generalitat en
curso de confrontación.
A su vez, la doctrina dominante en el
independentismo, compartida, en principio, por todas sus corrientes, es
la de la desobediencia. La resistencia pasiva, no violenta. La dinámica
de aplicación de la legalidad y la Constitución "que nos dimos entre
todos" provoca esta desobediencia casi de modo automático. Cada acción
del Estado será una injerencia y, por tanto, una provocación.
Ciclo de
acción reacción: primera requisitoria de la JEC; respuesta de Torra
interponiendo recurso y no quitando los lazos; contrarrespuesta de la
JEC rechazando el recurso con segunda y definitiva requisitoria so pena
de inicio de nuevo proceso represivo; nueva respuesta de Torra,
pendiente.
Ya
tenemos la causa del nuevo ciclo. Queda por determinar la conveniencia y
el momento. Y calibrar las consecuencias. Eso es algo que corresponde
al Govern y al Parlament. 1) Obedecer y retirar o 2) desobedecer y
mantener.
A favor de la primera se da su carácter claramente táctico y
el deseo de no entorpecer los dos procesos electorales en marcha, el 28 A
y el 26 M, sobre todo el último. El riesgo es perpetuar el autonomismo.
A favor de la segunda, aparte de su función estratégica, la
conveniencia de polarizar las posiciones a fin de conducir las
elecciones mencionadas con espíritu referendario: independencia sí o no.
El riesgo es que la polarización desemboque en situación de
ingobernabilidad.
Tarde o temprano, esa confrontación ha de darse.
El
sábado pasado, como se sabe, nos manifestamos 120.000 personas en
Madrid por la libertad de los presas políticas, el retorno de las
exiliados y el derecho de autodeterminación. "Mentira", braman los
medios españoles, "érais cuatro gatos mal contados. ¿De dónde sacas los
120.000? Ya, de los medios extranjeros, todos antiespañoles. Pues menos
mirar esos medios y más leer el ABC".
Fuéramos
cuatro gatos o 120.000, el presidente nos lo dejó claro a la media hora
de terminar el acto. Mientras gobierne el PSOE no habrá independencia
de Catalunya, ni autodeterminación, ni referéndum.
Y coronó al día
siguiente: "Convivencia, siempre; independencia, nunca". Fórmula
telegráfica que le ahorra explicar a la rendida audencia cómo será
posible la convivencia entre dos partes, una de las cuales niega a la
otra por la fuerza el ejercicio de un derecho que reclama el 80 por
ciento de la población.
Difícil,
¿eh? Algún asesor podía sugerirle que, en lugar de "convivencia",
resucitara la vieja y amargada " conllevancia" de Ortega. Y, así, vamos
avanzando hacia atrás.
Caramba con los insignificantes lazos amarillos.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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