Los
trumpistas españoles no quieren limitarse a servir los cafés en la mesa
de Pablo Casado y Albert Rivera. No quieren ser el dócil mayordomo de
Juan Manuel Moreno Bonilla y Juan Marín en el palacio de San Telmo de
Sevilla, sede de la Junta de Andalucía y antigua residencia del
príncipe Antonio de Orleans, duque de Montpensier, según muchos
indicios el principal instigador del asesinato del general Prim en
1870.
Tomando prestada un acertada imagen de Francesc-Marc
Álvaro, todo indica que Vox no quiere ser el amigo invisible en el pacto
de las tres derechas. Quiere tener visibilidad. Quiere tener mucha
notoriedad. Y a fe de Dios que la está consiguiendo. Toda España habla
en estos momentos de Vox, de la misma manera que toda España hablaba de
Podemos a finales del año 2014, cuando el joven partido, entonces
liderado al unísono por Pablo Iglesias e Íñigo Errejón, se colocó en
cabeza de las encuestas con proyecciones de voto que alcanzaban el 26%.
Vox y Podemos son dos fenómenos políticos de muy distinta
naturaleza que surgen de las entrañas de la crisis española. De la
crisis europea. Son dos corrientes absolutamente antagónicas –que se
detestan profundamente–, con al menos dos rasgos en común. Transforman
el malestar social en corriente política y lo alteran todo al entrar en
escena.
Podemos dejó medio noqueado al PSOE, sin llegar a sobrepasarlo
cuando muchos sondeos auguraban el famoso sorpasso en las elecciones
generales del 26 de junio del 2016. Vox puede desangrar al
desprestigiado Partido Popular y crear un serio problema escénico a
Ciudadanos, según como acabe la negociación en Andalucía, ahora
complicada por las exigencias del amigo invisible.
En el 2014, cuando Podemos se encumbró en las encuestas, se
dispararon muchas alarmas y se pusieron en marcha diversas estrategias
para frenarles, desde los fantasmagóricos informes del comisario
Villarejo, hasta la operación, mucho más inteligente, de propulsar a
Ciudadanos como alternativa de orden para los jóvenes descontentos con
la situación política en España.
Será interesante comprobar si las
mismas fuerzas que se activaron entonces se movilizan ahora con igual
energía para parar los pies a un partido cuyo programa económico podría
provocar un colosal aumento del déficit público en caso de llevar a cabo
todas las generosas rebajas fiscales que promete, sin que se aprecien
en su oferta proporcionales recortes del gasto estatal, exceptuando una
genérica referencia a cargos y organismos “superfluos”.
Dicen querer
suprimir las autonomías y la vez lanzan ofertas de protección a los
funcionarios. Es un programa demagógico. Es un programa trumpista, que
bebe del catálogo de la Liga Norte italiana, del Frente Nacional francés
y del derechismo húngaro, con constantes incrustaciones del viejo
reaccionarismo español.
Se nota la mano de Steve Bannon, el exasesor de
Donald Trump que quiere coordinar el asalto populista a la Unión
Europea. Es un programa que puede tener éxito.
Embriagado por el resultado en Andalucía, por los sondeos
posteriores y por el magnetismo mediático de estos días, Vox no quiere
ser el amigo invisible del Partido Popular y Ciudadanos, que desearían
una convergencia estratégica de bajo coste, basada en un único y
obsesivo campo narrativo: Catalunya.
Vox ha dado carrete a Casado y Rivera y ahora tira de la cuerda, sin ánimo de romperla.
(*) Periodista y director adjunto de La Vanguardia
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