Aunque los resultados
andaluces no han sido precisamente un buen presagio para la izquierda,
aún es pronto para hacer pronósticos sobre lo que ocurrirá en las
próximas elecciones generales. Los que sí está claro es que la derecha
ha logrado ya una gran victoria, seguramente irreversible.
La de imponer
su discurso, el del tremendismo sobre la crisis catalana, que ha
acogotado al gobierno, cegándole cualquier salida alternativa que
tuviera un mínimo fuste. Lo que queda en el aire es si las cosas podían
haber sido de otra manera. Aunque es posible es que eso sólo produzca
melancolía.
Se ha dicho mil veces que el éxito en
política depende del buen manejo de los tiempos, de acertar con el
momento en que se deben tomar las iniciativas. Pero tan importante como
eso, e indisolublemente unido a lo anterior, es anticipar los
movimientos que pueda hacer el rival. Pedro Sánchez ha fallado en ambos
extremos y ya le es prácticamente imposible rectificar.
Empecemos por lo segundo. Hace seis meses, cuando
triunfó la moción de censura, la percepción generalizada, y también la
del nuevo gobierno socialista, era que la derecha estaba noqueada. El PP
se esforzaba por improvisar un nuevo líder en medio de la perplejidad
por haber perdido el poder y de enormes dificultades y graves tensiones
internas.
Por su parte, los líderes de Ciudadanos no conseguían ocultar
que el cambio de gobierno les había pillado fuera de juego y que se
habían quedado sin discurso.
Eso ocurrió durante
algunas semanas. Pero luego cambió, poco a poco pero sin pausa. Y en La
Moncloa no dieron muestra alguna de que se habían dado cuenta. De hecho,
es posible que no lo hayan visto hasta hace nada: ¿por qué si no el CIS
ha seguido recibiendo instrucciones de fantasear sobre el crecimiento
electoral del PSOE?
Machacado y hundido en las
encuestas, el PP ha sabido mantener el tipo. Pablo Casado, que al
principio parecía un pelele que miraba al cielo, ha demostrado ser un
líder tenaz, inasequible al desaliento a la hora de repetir un discurso
elemental, trufado de falsedades y demagogia, pero que ha sonado bien
para quien estaba dispuesto a escucharlo.
Albert Rivera ha hecho más o
menos lo mismo, siguiendo sustancialmente el mismo guion, lo cual algún
día puede costarle caro.
Pero hacía falta algo más
que eso para salir del agujero. Y concretamente dos cosas. La una tiene
nombre y apellido. Se llama José María Aznar. La otra es el apoyo
formidable que la derecha tiene en su escuadra mediática, que en
política, y más en las particulares condiciones españolas, contribuye
con un elemento sustancial: el de imponer el discurso, el de orientar a
la gente sobre lo que es prioritario, sobre cuáles son los asuntos que
de verdad importan.
Cataluña ha sido el tema escogido
en esta situación. Porque Pedro Sánchez tenía que pactar con los
independentistas para tirar adelante, porque ese movimiento daba
argumentos un día sí y el otro también, y porque los sentimientos de
desconfianza, si no de animadversión, hacia lo que ocurre más allá del
Ebro son amplios y antiguos entre muchos españoles.
Desde un primer momento, Pablo Casado no solo no ocultó sino que alardeó
de que Aznar era su líder. Necesitaba de esas fotos en la que se le
veía sumiso ante el expresidente del gobierno para mostrar que su peso
político era mucho mayor del que le conferían sus hasta entonces
limitadas dotes y su mediocre trayectoria. Aznar es un personaje
denostado e incluso despreciado en la izquierda, pero sigue teniendo un
gran predicamento en la derecha y, en particular, en los círculos del
poder.
Es lamentable que alguien como él sea en estos
momentos un personaje crucial de la escena política española. Pero hay
que reconocerle que su vieja idea de que solo se avanza insistiendo
hasta la saciedad en unos pocos mensajes fuertes, pulida y repulida tras
no pocos sinsabores, ha terminado triunfando.
Siguiendo su consigna,
públicamente expresada con su tosco estilo desde el púlpito de FAES, el
PP y Ciudadanos han conseguido que la crisis catalana aparezca como el
principal y casi único problema de España a los ojos de muchos
españoles. La prensa de derechas ha contribuido sustancialmente al logro
de ese objetivo.
Y Pedro Sánchez no ha sabido cómo
salir de esa trampa. Podía haberlo hecho. Pero por lo que fuera –su
temor a meterse en un terreno que podía terminar atrapándole, el de
provocar la reacción de una parte significativa del PSOE, o la falta de
un verdadero proyecto a medio y largo plazo- no se ha atrevido a dar los
pasos que le habrían permitido sortear esa presión.
Que tenía que pactar con los independentistas para seguir caminando era
obvio hace seis meses como lo sigue siendo ahora. Pero también lo era
que tenía que abordar esa tarea desde el primer momento, aprovechando el
aura de éxito que le había proporcionado la moción de censura.
Sin
esperar a nada, y menos a que ERC o Puigdemont rebajaran sus exigencias a
cambio de su apoyo. Entablando negociaciones prácticamente una semana
después de haber llegado a La Moncloa. Y dispuesto a pagar el coste que
ello implicaba. Como hizo José María Aznar en 1996, cuando concedió a
Pujol todo lo que éste pedía a cambio de votarle en la investidura.
Aunque parte de ese coste fuera decir que el 1 de octubre en Cataluña
no hubo rebelión ni sedición o que los líderes independentistas tenían
que salir a la calle. El mundo no se habría hundido por haber hecho eso.
Sí, la derecha la habría armado. Pero se habría tenido que tragar unos
nuevos presupuestos. Sánchez pareció darse cuenta de eso hace poco más
de un mes, cuando era demasiado tarde.
Por cierto, su
fallo no exime un ápice de culpa a los líderes independentistas
catalanes en el fracaso. Si la derecha vuelve al gobierno un día, que
puede no estar muy lejos, Cataluña lo va a pagar. Dicen que Puigdemont y
Torra creen que ese escenario les va a favorecer. Allá ellos.
(*) Periodista
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