En junio de 2017, cuando Macron ganó las presidenciales, pronostiqué
una crisis de régimen en Francia. Desde que llegué a ese país, en 2014,
hasta mi despido como corresponsal en París hace un año, nunca cesó de
rondarme la impresión de materia inflamable a la espera de chispa.
Muchos observadores franceses de la izquierda respondían en positivo a
mis preguntas en esa dirección, pero, seguramente llevados por el miedo
que todo intelectual tiene a ser acusado de tomar sus deseos por
realidad, no pasaban del, “sí, es posible que ocurra algo”.
Llegaron las protestas contra las leyes laborales de
Hollande (Macron era entonces consejero del presidente, luego ministro
de Economía) y la nuit debout el particular movimiento cívico-juvenil de
la Place de la République de París que no cuajó como 15-M francés. Más
tarde, ya con Macron de presidente, nuevas protestas contra la reforma
laboral a partir de otoño de 2017. En ambos casos, la impresión era la
misma: el descontento en Francia era general, pero pasivo.
La gente que
salía a la calle era la de siempre; la izquierda política (es decir lo
que queda a la izquierda del Partido Socialista), militantes, algunos
estudiantes y bachilleres (que en Francia son un factor político) y
algunos sindicatos pequeños más la CGT, la única gran central sindical
aún no descafeinada.
No había relación entre descontento y movilización.
Y aún más importante: los más desfavorecidos, los barrios periféricos
urbanos, dormitorios de la Francia desempleada y de origen emigrante,
brillaban por su ausencia. “¿Dónde están las banlieues?”, nos preguntábamos.
En la victoria presidencial de Macron las cosas no cuadraban. Había
una sensación de producto precocinado por los poderes fácticos en la
sombra, un fast food político más propio de la otra orilla del
Atlántico que de Francia. Una victoria que se impuso sobre la sospechosa
eliminación, vía el kompromat del Penelopegate, el inocente
escándalo de la mujer del candidato de la derecha tradicional, François
Fillon, quizá demasiado gaullista y demasiado poco antirruso para
algunos (para acertar en estas materias es siempre aconsejable pensar
mal).
Y la victoria de Macron planteaba tanto una crisis de legitimidad –muy poca gente le votó por convencimiento, la mayoría para eludir a Le Pen y con una abstención récord– como una crisis de representatividad:
la victoria explosionó la divisoria izquierda/derecha, dejó fuera de
juego a los partidos tradicionales y logró un dominio de las élites en
la Asamblea Nacional sin precedentes y sin la menor correspondencia con
la realidad de la sociedad francesa.
Si a eso se le sumaba la personalidad del presidente, un jovencito
tecnócrata triunfador hecho a sí mismo y apadrinado por los poderes
fácticos –el medio del que salen los reaccionarios más peligrosos– el
cóctel resultaba explosivo. Pero un cóctel Molotov (o “Molokotov”, como
decía la abuela de un amigo cuando Franco) es algo que no se enciende si
no hay chispa. Los chalecos amarillos son la chispa.
Ahora en la calle se ven caras nuevas. No es la izquierda política, es la gente normal, la mayoría perjudicada por la macronía
y ofendida por la impertinente incontinencia verbal de este “presidente
de los ricos”. Gente que está más allá de la política, que no vota, o
que vota al Frente Nacional, o a la France Insoumise. Una revuelta
social de los de abajo, de la Francia mayoritaria que ha visto su vida
deteriorarse en los últimos 20 o 30 años, pero… mayoritariamente blanca.
Siguen ausentes los barrios periféricos de origen emigrante. Si eso
cambia, si el fuego provocado por esta chispa prende finalmente en las banlieues,
entonces sí que estaremos en la estela de las grandes insurrecciones
sociales francesas que tanto oxígeno han proporcionado a la libertad y
el progreso social en Europa desde 1789.
Hay que estar bien atento a Francia. Las reivindicaciones se han ido
ampliando. En su última expresión ofrecen un catálogo bastante completo
de un radical rechazo a la austeridad, la privatización y la creciente
desigualdad social.
Los políticos se quejan de que es muy difícil
negociar con esto (y ahí está la gracia y la fuerza del asunto):
– Más justicia fiscal.
– Salario mínimo de 1.300 euros netos.
– Favorecer al pequeño comercio de los pueblos y los centros urbanos,
cesar la construcción de grandes centros comerciales alrededor de las
grandes ciudades que matan el pequeño comercio.
– Más aparcamientos gratuitos en los centros de las ciudades.
– Un plan de aislamiento de viviendas para hacer ecología mediante el ahorro de las economías domésticas.
– Más impuestos a las grandes empresas.
– Mismo sistema de seguridad social para todos.
– No a la reforma de las pensiones. Ninguna pensión por debajo de los 1.200 euros.
– Salarios indexados a la inflación.
– Salario máximo de 15.000 euros.
– Proteger la industria nacional. No a las deslocalizaciones.
– Limitar los contratos temporales.
– Promoción industrial del automóvil de hidrógeno (más ecológico que el eléctrico).
– Fin de la política de austeridad. Cese del pago de los intereses ilegítimos de la deuda y combate al fraude fiscal.
– Que los peticionarios de asilo sean bien tratados y que se actúe contra las causas de las emigraciones forzadas.
– Limitación de precios de los alquileres.
– Prohibición de la venta de bienes de la nación (presas, aeropuertos….).
– 25 alumnos por clase como máximo.
– Favorecer el transporte ferroviario de mercancías.
– Tasar el fuel marítimo y el keroseno.
Claro que faltan muchas cosas. Tal como está comportándose el
complejo mediático francés ante esta crisis, no tardará en aparecer
alguna reivindicación fundamental para democratizar y desmonopolizar
medios de comunicación que hoy están en un 80% en manos de grandes
corporaciones bastardas y multimillonarios lógicamente hostiles a los
intereses de la mayoría social.
Pero, si se negocia esto, o algo parecido a esto, podemos echar el
telón sobre la política de austeridad europea: la suma de una Francia en
pie, más un Reino Unido fuera de la UE, más el fin del merkelato, dejará a la agenda austeritaria de la derecha alemana fuera de combate en la UE.
Si por el contrario no se negocia y se opta por la represión, o por
dejar que el movimiento se pudra, habrá que ver cuál es la reacción
social, y, en cualquier caso, no se habrán remediado otras futuras
chispas, pues la presencia de materia inflamable ya no es una hipótesis,
sino un hecho constatado. En cualquier caso todo el régimen de la V
República podría verse sometido a una seria prueba. Hay que estar bien
atento a Francia, pues el cambio en la UE depende de ella.
(*) Periodista
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