Los estudiosos de la criminalidad parecen de acuerdo en que el
delincuente no nace sino que se hace, y el factor más determinante en
ese proceso no es la clase social de la que se provenga ni el entorno en
el que se viva o la educación que se reciba sino la ausencia de los
códigos éticos que se interiorizan en la infancia y en la adolescencia.
Los amorales tienen tendencia a pasarse el Código Penal por el forro y
contra eso no vacuna vivir en palacios de techos altos ni cenar con
cubiertos de plata.
Viene esto a cuento de la principal revelación de Corinna zu
Sayn-Wittgenstein en las cintas que le grabó el comisario Villarejo, que
no es que nuestra enormidad emérita tenga el cabecero de la cama
destrozado por las muescas o que pida comisiones hasta para ir al baño,
algo sobradamente conocido primero como rumor, luego como secreto a
voces y más tarde en forma de certificación genética de su ADN. La gran
aportación de la amante alemana sobre Campechano I es psicológica: el
hombre cuyo perfil ha ocupado pesetas y euros durante varias décadas no
distingue entre lo legal y lo ilegal, no diferencia entre el bien y el
mal, fundamentalmente porque nada de lo que ha hecho ha tenido
consecuencias.
Ni siquiera haber matado a su hermano Alfonso de un tiro en la cabeza
mientras ambos jugaban con un revólver en una de las habitaciones de su
residencia de Estoril le supuso castigo alguno, más allá de que su
padre le hiciera jurar de rodillas que todo fue un accidente y que un
par de días después le empaquetara hacia la Academia Militar de
Zaragoza, donde ya había pasado un año de instrucción militar. A los
pocos meses, nuestro apuesto príncipe volvía a arrimar croqueta por los
salones de la alta sociedad europea sin traumas aparentes.
Quien teóricamente había accedido a la Corona en posición egipcia,
con una mano delante y la otra detrás, empezó rápidamente a llenar la
hucha con comisiones de las importaciones de petróleo españolas y
pasando la gorra entre las monarquías del Golfo con el argumento de que
la institución debía fortalecerse y nada mejor que consumir una montaña
de dólares como complejo vitamínico. Sin inquietudes intelectuales, se
afincó en un páramo cultural urbanizado a todo trapo por el sexo y el
dinero, sin importar su procedencia. Basta repasar la historia para
comprobar que uno a uno de sus llamados asesores financieros han acabado
en el banquillo o a la sombra, lo que permite intuir el tipo de
negocios a los que se dedicaban.
A un tipo incapacitado para sentir escrúpulos por sus actos se le
concedió además la inviolabilidad, que es como dejar a un mono a los
mandos de un Airbus y esperar que aterrice suavemente. Los que nos hemos
tragado todos los capítulos de Barrio Sésamo y sí somos capaces de
distinguir entre lo bueno y lo malo deberíamos sentirnos un poco
culpables por haber facilitado impunidad absoluta a este rey de los
excesos y los lupanares que ahora nos escandaliza con sus cuentas en
Suiza y sus mordidas.
No tenemos derecho a quejarnos porque hubo consentimiento y hasta
nos pasamos por el arco del triunfo la propia arquitectura legal del
Estado para concederle aforamiento cuando un elefante se le cruzó en el
camino y se vio obligado a abdicar. No se conoce país en el mundo que
reconozca privilegios judiciales a un exjefe del Estado, ya sea por
causas penales como civiles, en este último caso para evitar que una
cascada de demandas de paternidad incrementaran la familia de tal manera
que no se cupiera en Marivent en vacaciones.
Hemos creado un monstruo y le hemos blindado. De ahí que resulte
extraño que ahora se reclamen inspecciones de Hacienda y un exhaustivo
catálogo de sus bienes fuera de España, algunos de los cuales estarán a
nombre de la tal Corinna, porque la chica, al parecer, se hacía la rubia
para ejercer de testaferra y la morena para devolverlos, con la excusa
de que eso sería blanqueo de capitales. Milagros del tinte.
Deberíamos asumir que quizás el héroe de la Transición, el sujeto al
que dimos el papel de padre de la democracia en esa obra de ficción que
tan bien nos ha locutado siempre Victoria Prego, padece eso que algunos
psicólogos llaman ‘affluenza’, y que convierte al malhechor en víctima
de su propia irresponsabilidad, en un niño malcriado que nunca respondió
por sus malas acciones porque nadie le marcó límites y limitaciones,
que diría el encantador de perros.
Someter a la ley a quien ni siquiera comprende el concepto y sigue
pensando que todo el monte es orgasmo es bastante inhumano. Tendríamos
que conformarnos con ampliar la condena a Urdangarin que ya tiene el
cuerpo hecho a la cárcel y podría ejercer como recluso por poderes. Y ya
de paso poner en cuarentena a su hijo, no fuera a ser que el virus no
se transmita por el aire o el contacto sino por el apellido. De cambiar
este régimen absurdo que institucionaliza el pillaje en asientos de
terciopelo ni hablamos, lógicamente.
(*) Periodista
http://blogs.publico.es/escudier/2018/07/13/borbones-sin-ley/
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