Un relaciones públicas superdotado, capaz de
irrumpir en el iglú de unos desprevenidos esquimales y colocarles un
ventilador. Percha estilizada y pelo azabache, tan esculpido que parecía
disponer de barbero de guardia. Aspiraciones de dandismo, con las
americanas azules perfectamente cortadas, los mocasines de borlas, el
pantalón gris de sastre caro y preciso; las camisas a medida, en los
felices noventa, de cuellos redondeados e italianizantes.
Cuentan los
cotilleos peperos que una vez, siendo ministro de Trabajo, se inventó
una innecesaria visita a su homólogo británico solo para reponer su
repertorio de corbatas en las sastrerías de Jermyn Street. ¿Imagen de
marca? La sonrisa blanquísima y ultra cordial resaltando sobre un
bronceado inextinguible, al que no renunció ni cuando la enfermedad y
los médicos recetaban menos sol.
Era «el amigo de todo el mundo». El
ministro de Trabajo adorado por los sindicatos. El diplomático que se
entendió con Pujol. El sonriente barón que jugaba al pádel con Aznar
(por entonces sin un poco de vela y pádel eras un gañán). El político
que tras ser suavemente apartado por Rajoy todavía logró que Telefónica
le regalase una tarjeta cara.
La frase más
célebre que se le atribuye («yo he venido a la política para forrarme»)
es falsa. En realidad la pronunció un alcaldillo en las grabaciones del
caso Naseiro. En aquellas cintas, Zaplana se limitaba a comentar que
necesitaba pasta para un cochazo. Pero aun siendo apócrifa, la cita
podría resumir su biografía.
Tengo un amigo escritor que de mozo fue
pincha en Benidorm. Fue el primero al que le escuché rajar sobre las
vidriosas proezas de Zaplana. Siempre lo circundó una nube de rumores,
pero él replicaba que jamás lo habían imputado. Llegó a la alcaldía de
Benidorm por cortesía de una tránsfuga socialista, a la que alguien
escondió en el hotel de un casino. Salió vivo de las cintas del caso
Naseiro, surfeó sobre la sima de Terra Mítica y, últimamente, vadeó
también el caso Lezo.
Ahora un juzgado de Valencia ha ordenado detenerlo
en su magnífica vivienda del centro de la ciudad. Cae por una tentación
habitual: intentar repatriar el botín comisionista escaqueado en fondos
opacos de ultramar. Hablan de mordidas por diez millones de euros, que
habría empaquetado en su época de presidente valenciano: un pellizco de
las ITV, un cachito de los parques eólicos...
Algún
compañero de su partido, también del clan de los bronceados, le llamaba
«el campeón». Zaplana era rápido, preciso y exigente en la toma de
decisiones. Habilísimo. También con toques de astracán mediterráneo:
siendo ministro le otorgó la Medalla del Mérito al Trabajo a su propio
urólogo. Encarna el aliento de una época: aquella democracia de pobres
controles y fiebre ladrillera, donde todos los partidos se financiaban
en B.
El difunto Tom Wolfe habría compuesto una gran novela barroca con
tan escurridizo encantador de serpientes (y hasta habría fabulado sobre
quién era la serpiente). Cae el telón para Zaplana y tal vez quede
archivado a la vera de Guzmán de Alfarache y Lázaro de Tormes. Algún
día, por cierto, Aznar nos explicará cuáles eran sus criterios de
selección de personal.
(*) Periodista
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