viernes, 20 de abril de 2018

El exceso, doctrina de Estado / Emmanuel Rodríguez *

¿No resulta exagerado, excesivo, incluso para los sectores más conservadores, al menos dentro del marco de lo que llamamos democracia, que se acuse de terrorismo a quien ha cortado una vía, ha roto un cajero o ha hecho un piquete, o a quienes se han peleado en un bar con unos guardias civiles? 

¿Que se impute de sedición y rebelión a quien desde las instituciones ha promovido un referéndum que acabó en una independencia meramente virtual? ¿O de injurias a la Corona y al honor de algún "honorable" a quien rapeó "borbones cabrones" o escribió "Carrero campeón de salto"?

El Gobierno del PP, y toda la derecha de la judicatura, juega desde hace tiempo al exceso penal, o al "exceso constitucional" si tal expresión tiene algún sentido. Para muchos, se trata sin duda de un automatismo, de una actitud incorporada y heredada de la lucha contra ETA, que tan funcional resultó a los llamados "constitucionalistas". 

Sin embargo, y sobre todo antes de empezar a hablar sobre los límites de la democracia española –lo que en la lengua, muchas veces de palo, de la extrema izquierda remite a la naturaleza fascista del Estado– conviene explorar un tanto las razones de este "automatismo" autoritario del Estado, y especialmente del partido en el Gobierno.

Existe, en el PP, como existió en el reformismo franquista y en las partes más cultivadas del aparato de la pasada dictadura, una tradición política particular y común a otros países europeos. Una tradición que perdura, aunque ya no quede ni un solo popular que sea consciente del origen de tal tradición y menos aún de sus referentes teóricos. Se trata del decisionismo, doctrina política y jurídica elaborada principalmente por Carl Schmitt en los años veinte y treinta de la República de Weimar. 

El “decisionismo” fue una teoría antiliberal y antigarantista, pero que para los conservadores europeos de aquellos años suponía el último aval del orden en una situación de excepción, esto es, contra la amenaza de una revolución o de una “quiebra” del Estado. Sobre la idea de democracia que transpiraban aquellos conservadores se puede recoger esta cita de Schmitt: “Toda democracia descansa en el requisito de un pueblo indivisible, homogéneo, total y uniforme, entonces en realidad no hay en cuestión, y en lo fundamental, ninguna minoría y mucho menos una mayoría de minorías estables y constantes”.  

Y en otro lugar: “Es propio de la democracia, en primer lugar, la homogeneidad, y en segundo lugar –y en caso de ser necesaria– la eliminación o destrucción de lo heterogéneo”. 

En España, Fraga, maestro de populares –realmente la única figura de talla de la moderna derecha española–, fue también un agudo lector de Schmitt. Le invitó como conferenciante, dirigió estudios y tesis sobre su figura, y el pensamiento de Schmitt fue una guía teórica en casi toda su práctica política. Fraga fue seguramente tan fiel a su maestro como para adquirir la visión de un gran hombre de Estado, y al mismo tiempo actuar como un político rígido y engorilado. 

Manuel Fraga fue además uno de los grandes arquitectos de la transición. A él se le debe reconocer la condición de “primero” en pensarla, justamente como un régimen turnista repartido entre un centro izquierda y un centro derecha, por inspiración de la Primera Restauración de Cánovas. 

Y a él se le debe también la condición de “primero” en asegurar su estabilidad política sobre el sustrato de una mayoría social de clase media, básicamente inmovilista y pacata, solo fiel al cumplimiento, siempre modesto, de la promesa de su progreso material. 

En Fraga tenemos lo esencial de la democracia española y también algunas de las claves de su actual crisis.

No obstante, y a pesar de este proyecto presuntamente liberal y reformista, Fraga siempre pensó de acuerdo con Schmitt. Líder indiscutible de lo que debía ser entonces el “cambio”, en la primera oportunidad, esto es, en el primer gobierno postfranquista de Arias Navarro, aceptó el cargo de ministro del Interior. Sus competidores, mucho más hábiles que él en el regate corto, le tendieron en aquella ocasión una trampa mortal. Y el gallego, tan seguro de sí mismo, convertido en el principal garante del orden público, empleó el látigo sin contemplaciones. 

En marzo de 1976, Manuel Fraga Iribarne fue responsable de la masacre de la huelga de Vitoria: cinco muertos y 100 heridos de bala. Y lo hizo con plena conciencia, según su propia divisa franquista y según sus convicciones schmittianas. Su desgaste como gobernante, demasiado soberbio, demasiado franquista, dio paso a Suárez. En aquella transición a la democracia, que finalmente siguió su diseño, a Fraga le quedó el papel menor de reunir a la derecha franquista para convertirla en la “derecha democrática”.

Sobre la cuestión catalana, sobre la libertad de expresión, sobre los rescoldos del 15M, esto es, sobre lo que queda de la crisis política, hoy se aplica la misma doctrina schmittiana de Fraga. Casi podríamos decir que el PP no sabe hacer política más que a través de Fraga. Su única forma de afirmarse es por medio del enemigo interno y de convertir los desórdenes públicos en la vieja figura jurídica del “crimen contra el Estado”. 

Consideremos sobre estas bases la crisis catalana. Cataluña ha sido realmente el único asunto de las dos legislaturas de Rajoy en el que el popular se ha decidido a hacer política, y lo ha hecho sobre los mismos principios de la doctrina del exceso. Contra el supuesto “golpe”, contra la supuesta “independencia” se ha empleado toda la dramaturgia de Estado: los delitos de rebelión y sedición, las prisiones preventivas, el ballet represivo y teatral que sirve de contraparte al guión de víctima de las élites catalanas.

Se puede decir que no le ha salido mal. Al menos a juzgar por la pequeña multitud de banderas que cuelgan de los balcones, siempre de acuerdo a una geografía variable, de muchas ciudades peninsulares. Efectivamente, en estos meses y a pesar de la serie continua de escándalos populares, el PP (y su yerno Ciudadanos) ha podido aparecer como el gran adalid de la unidad de España. 

Pero nótese bien: su heroica defensa de España se ha afirmado frente a la república catalana de los tres segundos y contra una élite catalana especialista en faroles y propaganda antes que en repúblicas e independencias. No existen en la derecha española los encantadores de serpientes (como lo fuera De Gaulle en Francia) capaces de convencernos de que su visión es la de un gran proyecto de país, tan poderosa como para convencer e integrar a buena parte de su oposición. Para bien o para mal, tan solo existe o la molicie institucional... o Fraga y más Fraga.

No obstante, conviene no exagerar. Rajoy aplica la doctrina del exceso, pero solo a gotitas. El Estado tiene memoria. Y aunque solo sea porque la espina dorsal de los populares está formada por un nutrido grupo de abogados del Estado (y de altos y altísimos funcionarios, sin los cuales este partido no sería más que una banda de ladrones), el PP también guarda celosamente esta memoria. 

En Rajoy está muy presente que fue el abuso de tal doctrina (y la exageración y la mentira a la que por lo general va asociada), lo que tumbó el gobierno de su mentor, José María Aznar, en 2004. De ahí sus vaivenes, la continuas vacilaciones, los globos sonda, antes de llevar a cabo aquello que Aznar hubiera hecho sin temblar.

Sin duda, la derecha mediática, y también una parte de la derecha institucional, anhela hoy una solución autoritaria y decisionista a la crisis política española. La clave de tal solución es ya sabida. Se trata de repetir la excepción schmittiana, que durante un tiempo permitió polarizar el campo político en ETA / Constitución, para trasladarla sobre las nuevas figuras del “separatismo” y del “desorden público”.

Pero conviene ser muy cautos a la hora de valorar el posible éxito de esta operación. La doctrina del exceso ha trastabillado demasiadas veces a la derecha española. En la misma dirección, el tan cacareado autoritarismo (sustitúyanlo si quieren por “fascismo”) de la sociedad española se ha demostrado tan quimérico como las posibilidades de la extrema izquierda de construir por esa vía su propio salto a una esfera de mayorías.

Sobre este marco, cabe por tanto una lectura algo distinta que la de la reacción necesaria ante el “avance del fascismo”. Desde 2011, la crisis política se ha abierto de forma positiva: la consigna más repetida ha sido “democracia”. Si se analizan con cuidado las nuevas esferas públicas creadas en estos años –y de la que este medio es un ejemplo–, no hay ninguna razón para pensar que tal energía democrática se haya disipado. 

Por eso, antes que adoptar una posición resistencialista contra un fascismo representado por un PP frágil y dubitativo y un C’s oportunista y siempre pendiente de las encuestas, sería mucho mejor adoptar un posición ofensiva. Hablamos de una ofensiva democrática, y exitosa, que debe poner en el candelero, sin renunciar al sarcasmo, el absurdo autoritario frente a amenazas irreales o irrisorias (al tiempo que analiza tales amenazas como irreales e irrisorias). 

Una ofensiva que debe plantear sin ambages que los delitos de terrorismo y rebelión, así como la abusiva aplicación de otros, como el de “odio”, no tienen cabida en un régimen democrático. Que igualmente un tribunal como la Audiencia Nacional es un tribunal de excepción, y por ende político. Y que la libertad de expresión no debería tener cortapisas.

Como se puede intuir, la propuesta consiste en leer la situación no como la del recorte progresivo de las libertades, sino como la del enésimo retorno de la doctrina del exceso que, como ha sucedido otras veces, se puede volver contra sus protagonistas. 

Por eso, no parece que sea tiempo de resistencia, y de abuso ideológico, sino de plantear de forma abierta y pública la profundización democrática que propugnó el 15M y que la pelea partidista ha dejado aplazada. Ningún temor debería atenazarnos para hablar estrictamente de una reforma del Estado que definitivamente dejara atrás la tentación autoritaria. 


(*) Historiador, sociólogo y ensayista. Es editor de Traficantes de Sueños y colaborador de la Fundación de los Comunes. Su último libro es '¿Por qué fracasó la democracia en España? La Transición y el régimen de 1978'.


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