Cierta la crítica, con un matiz: el juez
no es más importante; tiene más poder; o sea, más fuerza; la fuerza
armada. Justo, ese es el nudo de la cuestión porque pone de relieve los
dos distintos sentidos de la justicia que manejan las dos partes en este
conflicto.
Para el nacionalismo español se trata de un conflicto
jurídico que oculta otro político; para el independentismo catalán, de
un conflicto político que oculta otro jurídico.
Habiendo
derivado el gobierno la cuestión a los jueces se encuentra que estos,
apreciando el factor político, le supeditan sus actos que, claro, ya no
son de justicia. La razón es muy sencilla: la justicia se administra en
nombre de la nación española (o del Rey, que es su símbolo). Por tanto,
todo lo que atente contra aquella queda al margen de la justicia por
razón de Estado.
Privar a Sánchez del derecho de sufragio pasivo e
interferir en las decisiones del Parlament no entran en las
atribuciones del juez Llarena. Pero eso da igual porque él atiende ahora
no a la justicia sino a la razón de Estado. Como se prueba por el hecho
de que ni siquiera se preocupe por redactar unos autos con un mínimo
nivel de elaboración jurídica.
Al
parapetarse detrás de los jueces, el gobierno deslegitima la función
judicial y deja al descubierto la naturaleza política del conflicto. No
parece importarle mucho. Lo único que necesita es la pura apariencia.
Que las togas vayan por delante de las porras. El gobierno solicita la
intervención de los tribunales. Estos acceden a sus peticiones porque
coinciden con su punto de vista. La patria está en peligro.
Del
lado independentista la situación es la inversa: se plantea un problema
político que, en el fondo, requiere una solución jurídica mutuamente
acordada. Pero el problema político tiene aristas difíciles de negociar.
Es político porque siendo el independentismo republicano, no puede
reconocer la base de legitimidad de la Monarquía y consiguientemente,
tampoco de su legalidad. Ahí hay un punto de ruptura que solo se puede
resolver políticamente pero se ha de consagrar en estructuras jurídicas.
Los indepes no pueden aceptar la supeditación de la justicia en España
a la idea de la nación española que tiene casi la totalidad del
Parlamento. Por eso apelan a la jurisdicción europea y la mundial en
materia de derechos humanos. Por eso también internacionalizan el
conflicto. Frente a la razón de Estado, que es la razón de la fuerza se
invoca la justicia y la democracia. Son ideales, ciertamente, pero que
consolidan la revolución catalana.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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