El término perplejidad procede del vocablo latino
perplexus, que deriva de plectere, que significa enredar. En La
Odisea, Homero habla de la perplejidad que causaban en los marineros los
cantos de las sirenas, camino de Ítaca, que hacían que se olvidaran de
su memoria histórica, del mapa de su vida y de sus propios recuerdos.
La
política catalana está bajo el síndrome de la perplejidad desde hace
unos cuantos días, así que a diario debemos ser capaces de interpretar
los acontecimientos que protagonizan sus personajes. La ruta hacia la
Ítaca prometida, quizás por exceso de cantos de sirena, está resultando
indescifrable. Pero deberíamos ser capaces de llegar todos a tierra
firme, porque en la narración homérica solo Ulises llega a buen puerto,
el resto se queda por el camino.
La noticia que nos sumió ayer en la perplejidad fue que
Carles Puigdemont no pasara por el Palau de la Generalitat a recoger sus
cosas, sino que se encontrara en Bruselas en compañía de cinco de sus
exconsellers. Su salida de España coincidió con la presentación de
sendas querellas de rebelión, sedición y malversación contra todo el
Ejecutivo catalán y la Mesa del Parlament.
El rumor –que no siempre es
la antesala de la verdad– de que la visita estuviera relacionada con la
oferta del ministro de Migración belga para dar asilo al expresident
se expandió rápidamente. Sobre todo, tras saberse que se habría
entrevistado con el abogado Paul Bekaert, que habría conseguido hace
unos años que no se extraditara a dos miembros de ETA. En cualquier
caso, todo parecía confuso, ilógico y precipitado.
En medios políticos soberanistas, tomaba cuerpo anoche la teoría de que
podría tratarse de una última argucia para mantener internacionalizado
el conflicto, al tiempo que el asilo sería un argumento para forzar la
candidatura única entre el PDECat y ERC. Ciertamente, no hay manera de
librarse del síndrome de la perplejidad.
(*) Periodista y director de La Vanguardia
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