La revolución catalana ha entrado en zona de rápidos. Los dieciocho meses de la anunciada hoja de ruta
transcurrieron más o menos según lo previsto en medio de la
indiferencia, la incomprensión y el desdén de las autoridades centrales y
sus oposiciones.
La prometida transición de la autonomía a la
pre-independencia culminó cuando el pasado 27 de octubre, el Parlament
votó la independencia de Cataluña en cumplimiento del mandato recibido
en el referéndum del 1/10. Éxito rotundo.
Precisamente
ese éxito provocó la abrupta respuesta del gobierno de activar el 155 y
entrar a saco en el autogobierno de Cataluña, convocando al mismo
tiempo elecciones autonómicas para el 21 de diciembre. El 155 es, en
realidad, una ley de plenos poderes puesto que el único limite es el
control del Senado, en donde el partido de la Gürtel tiene mayoría
absoluta.
Es una dictadura sin más, amparada en un artículo de la
Constitución para cargarse la Constitución, para suspenderla sin
decirlo, para hacer normal el estado de excepción. El empleo de la
coerción es máximo, teniendo en cuenta que el bloque independentista
mantiene su actitud radicalmente pacífica.
Fastidia
mucho pero debe recordarse que, en todos estos años, la violencia en
Cataluña solo ha venido de fuera, con las fuerzas de seguridad y
militares de la Guardia Civil y las bandas de nazis, sembrando el terror
por donde pasan.
Ese
espíritu de resistencia pacífica es el que va a encontrar la
administración colonial que pretende gobernar Cataluña como gobierna el
conjunto de España. Descabezado el movimiento, con unos dirigentes en la
cárcel y otros que se han salvado por los pelos pero están en el
exilio, el cálculo de la autoridad ocupante es que esa resistencia se
mostrará los primeros días y, luego, irá amainando hasta apagarse por
entero.
Efectivamente,
es una posibilidad. Pero una que choca con dos hechos: uno pasado y
otro presente. El pasado es el referéndum del 1/10, los tres millones de
votantes, los dos millones doscientos mil votos con un 90% de síes, los
más de mil heridos. Es un hecho que supone un legado y un compromiso
ahora. Porque el independentismo es un proceso vivo, no un plan de
laboratorio y se siente moralmente obligado a continuar una tarea que
viene de atrás.
El presente es la realidad de una sociedad muy
movilizada y organizada en redes con un gran dominio del universo
internet. Una estructura, una organización distribuida, no necesitada de
grandes jerarquías, capaz de actuar con rapidez y que solo necesita
comunicación con sus líderes, cosa imposible de impedir en nuestra era.
Y
esa es la cuestión. ¿En dónde deben estar los líderes? Sin duda hasta
cuando están en la cárcel, como los dos Jordis, mantienen un grado alto
(aunque mermado) de visibilidad y capacidad de orientación como
símbolos. Pero serán más útiles a los fines colectivos manteniendo plena
capacidad operativa, esquivando la prisión y constituyéndose en el
exilio. Aquí interviene la habitual mala fe del debate político, cuando
muchos críticos entienden el paso de Puigdemont a Bruselas, como una
huida, una cobardía, un dejar en la estacada a sus seguidores. La
política es así: si, además de criticar al enemigo se puede
desmoralizarlo, seguro que se hace.
Sin
embargo, la marcha al exilio de Puigdemont tiene más interpretaciones.
En primer lugar, mayor internacionalización del conflicto, más debate,
más escándalo, más atención internacional sobre la situación en
Cataluña, cosa que odian el gobierno y su auxiliar, el PSOE. Con ello,
además, mantenimiento de la legitimidad de la República Catalana en el
exterior con la expectativa de que haya reconocimientos.
En segundo
lugar, conservación del liderazgo del independentismo. La cabeza está en
el exilio; pero está y en fluida comunicación con las redes del
movimiento. Las acibaradas dudas sobre si Puigdemont huye o se mantiene
en su puesto chocan con una experiencia: desde el comienzo de la hoja de
ruta no ha fallado nunca. El exilio y el reino. La República frente a
la Monarquía.
El
asunto entrará en los intríngulis judiciales, unas corridas que no
serán tan prolongadas como la sentencia del Tribunal Constitucional
sobre el aborto pero tampoco tan rápidos como las prohibiciones que ese
mismo tribunal llueve sobre Cataluña prácticamente a diario. Tanto que
hay quien lo llama TCpC, Tribunal Constitucional para Cataluña.
La
ocupación del Principado tiene como objeto organizar las elecciones del
21D. El independentismo se inclina por participar. La ANC ya lo pide
claramente. Esta previsión de elecciones ipso facto tiene pinta de ser
una exigencia exterior. La vicepresidenta calculaba un plazo de seis
meses 155 en ristre y quizá más. En dos meses hay una alta probabilidad
de que el resultado sea una mayoría independentista.
En todo caso, pues
Europa está atenta, el partido de la Gürtel no podrá hacer las
habituales trampas o, al menos, no tan descaradas. Y, por su formidable
inteligencia se encuentra, al organizar estas elecciones con que, en
realidad, está organizando el referéndum que quería evitar a toda costa.
Porque,
es obvio, no pueden hacerse trampas. No cabe ilegalizar las opciones
independentistas, ni excluir de las candidaturas a los represaliados.
Puede ser un voto masivo independentista para sacar a los Jordis de la
prisión y devolver su cargo a los miembros del Govern.
"¡Ah!"-
afirma el vicepresidente del Senado, - "si vuelven a ganar los indepes,
volvemos a aplicar el 155". Bienaventurados los pobres de Espíritu
porque de ellos será el Senado. Eso ya sería la reválida de la
dictadura.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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