El Estado ha decidido suspender la autonomía catalana. Ese es el
único titular posible tras el anuncio de las medidas anunciadas este
sábado por el presidente del gobierno, Mariano Rajoy, en una comparecencia pública para la historia en el palacio de la Moncloa. Con el rey Felipe VI a la cabeza y Pedro Sánchez y Albert Rivera como fieles
y leales escuderos, el gobierno español ha procedido a reducir a
escombros la Generalitat, el Govern, el Parlament, los medios públicos,
los Mossos d'Esquadra. Todo. Sin matices.
No es que haya descabezado el
Govern al proponer al Senado el cese de su president y de los 13
consellers sino que el presidente del gobierno español se ha erigido en
el 131 president de la Generalitat. Nadie había osado
tanto hasta la fecha y nadie había sido capaz de desafiar las leyes de
la gravedad hasta tal extremo. Desarbolar las instituciones democráticas
tendrá enfrente a una multitud de catalanes como se ha visto en las
manifestaciones que se han producido en los últimos años. El poder en
Catalunya reside hoy en muchos sitios y no como antaño únicamente en los
gobiernos y en los partidos políticos.
Es difícil, muy difícil, que, en estos momentos, mucha gente no pueda
sustraerse de una sensación de rabia y de indignación. La misma que,
sin ir más lejos, embargó a buena parte de la sociedad catalana el
pasado 1 de octubre ante las sórdidas imágenes de la represión policial a
los ciudadanos que estaban pacíficamente en su colegio electoral para
introducir el voto en una urna. En este caso, además, con el agravante
de que España se adentra en un camino de otro tipo de regímenes, aunque
las medidas que adopta las hace al amparo del artículo 155 de la Constitución.
Es obvio que este artículo sirve tan solo de paraguas para lo que se
pretende conseguir desde hace muchos años y que no se había podido
lograr a través de las urnas. Españolizar Catalunya. Poner en riesgo el
bienestar de los catalanes y no preservarlo como erróneamente se dice.
José María Aznar ha ganado el pulso español ante la aquiescencia de los
socialistas cómplices, mudos y desnortados. Y de una parte de la
izquierda catalana, no solo del PSC.
Las medidas aprobadas por el gobierno español sitúan el conflicto
entre Catalunya y España en una nueva dimensión. El Estado ha enseñado
ya todas sus cartas y corresponde al president y al Govern el último
movimiento. El cese en sus funciones el próximo viernes acota el tiempo
para la decisión y limita, seguramente, a tan solo tres las alternativas
que pueda estar barajando: declaración de independencia con todas
consecuencias, declaración de independencia y convocatoria de elecciones
constituyentes o celebración de elecciones autonómicas. Una cuarta
opción, como, por ejemplo, permanecer inmóvil, parece poco realista en
estos momentos.
Frente a los que han intentado jugar con la dignidad de Catalunya, la
respuesta debe tener como eje fundamental su restitución. Porque la
dignidad nunca será objeto ni de medidas cautelares ni del 155. Aquella
dignidad que Josep Tarradellas preservó en el exilio francés y del que
volvió un 23 de octubre de 1977, el lunes hará 40 años. Cuatro décadas
después el Estado español ha preferido, en medio de un silencio
ensordecedor en España -con la excepción de Podemos-, tirarlo todo por
la borda.
(*) Periodista y ex director de La Vanguardia
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