Una parte importante del descontento de muchos catalanes con su encaje dentro del Estado español deriva de la fortísima redistribución interterritorial con la que se les castiga. Según las balanzas fiscales elaboradas a instancias del propio Ministerio de Hacienda,
los catalanes transfieren al resto de España 9.892 millones de euros
anuales, esto es, el equivalente al 5% de su PIB.
En contrapartida,
otras regiones españolas más ricas que Cataluña, como el País Vasco,
recibieron —merced a su ventajoso concierto económico— un monto
equivalente al 5,3% de su PIB: es decir, el País Vasco recibe cada año 10 puntos más de su PIB que Cataluña por el hecho de seguir unido a España.
Tal vez con esta perspectiva se entiendan mejor las habituales reivindicaciones de un “pacto fiscal” entre Cataluña y el resto de España: reivindicación a la que suele oponérsele la innegociable necesidad de mantener una “solidaridad interterritorial”
que permita la convergencia entre las regiones más ricas y las más
pobres. La idea de fondo es que, con las adecuadas transferencias de
renta entre autonomías, lograremos que las disparidades en el nivel de
vida de los españoles vayan estrechándose hasta desaparecer. Algo así
como los fondos de cohesión europeos, pero dentro de España: una ayuda
extraordinaria dirigida a una región relativamente infradesarrollada
para agilizar su crecimiento.
Y, desde luego, la evidencia —si bien escasa en número— sí parece apuntar a una cierta eficacia de estas transferencias: por ejemplo, Ángel de la Fuente estima
que, sin la redistribución interterritorial, las divergencias en la
renta per cápita entre las distintas regiones españolas habrían
aumentado en el periodo 1985-1995. Recientemente, Sergio Puente ha
publicado un artículo
en el Banco de España donde muestra que la convergencia de renta que se
ha vivido entre 1980 y 2015 entre las distintas regiones españolas se
debe, en parte, a una inversión pública relativamente más intensa en las
regiones más pobres.
Así pues, la evidencia disponible respecto a la “solidaridad
interterritorial” parecería apuntar a que esta sí está funcionando y
que, por consiguiente, los catalanes deberían seguir prestándose a
volcar parte de sus ingresos a promover el desarrollo del resto de
regiones españolas. Sin embargo, no deberíamos ir tan rápido.
La
reciente estimación de Sergio Puente para el Banco de España
también apunta a un resultado desesperante: al ritmo actual —con el
presente modelo de convergencia interregional—, tardaríamos 70 años
en conseguir que la disparidad de renta entre las distintas regiones
españolas se redujera a la mitad. ¿Cuántas generaciones de catalanes
deben sacrificar su bienestar para sufragar una tan exigua y lentísima
convergencia interterritorial? ¿Deberían soportar durante siete décadas
una extracción anual del 5% de su PIB para apenas conseguir una mejoría
tan marginal?
Habría de resultar evidente que el actual modelo de
convergencia regional dentro de España no funciona o, al menos, funciona
de un modo tremendamente ineficiente. ¿Cómo es posible
que, con las descomunales transferencias anuales de recursos, la
convergencia durante los últimos 35 años haya sido tan escasa y que todo
apunte a que seguirá siéndolo durante los próximos 70? Recordemos que
la renta per cápita de una economía depende de tres factores: el
porcentaje de población que trabaja (tasa de empleo), el capital
disponible por trabajador y la tecnología (productividad total de los
factores). Por consiguiente, para que se produzca convergencia de renta
per cápita, es necesario que estas tres variables crezcan más
rápidamente en las regiones pobres que en las regiones ricas.
Tanto los estudios de Ángel de la Fuente como los de Sergio Puente
constatan que, entre 1965 y 2015, el estrechamiento de los diferenciales
de renta per cápita se ha debido esencialmente a la mayor acumulación de capital por trabajador en las regiones pobres:
en parte, en esta rúbrica se encuentra la inversión pública, pero el
propio Sergio Puente constata que “tiene más importancia [la acumulación
de capital privado] a la hora de explicar la convergencia regional
observada”. Por consiguiente, ni siquiera el principal factor de
convergencia real entre las regiones españolas —la acumulación de
capital por trabajador— ha sido mayoritariamente motivado por las
transferencias estatales entre regiones, sino por los flujos de
inversión privada.
Sucede, sin embargo, que los otros dos
elementos que explican la renta per cápita —la tasa de empleo y la
productividad total de los factores— no han contribuido prácticamente en
nada a la convergencia. Más bien al contrario: la evolución de la tasa de empleo ha sido más bien un factor de divergencia (es decir, el empleo ha aumentado relativamente más en las regiones ricas) y la productividad total de los factores
ha evolucionado de manera plana (no ha contribuido a la convergencia).
¿A qué se debe que las regiones pobres no hayan aumentado tanto su
empleo como las regiones ricas y que, a su vez, tampoco hayan sido
capaces de emular su superior organización tecnológica? Sergio Puente se
aventura a emitir una hipótesis preliminar que requeriría ulterior
investigación: “Los resultados apuntan a posibles barreras económicas e
institucionales que impiden la convergencia en la productividad total de
los factores —a pesar del marco regulatorio común—.”
Permítanme desarrollar esta hipótesis: son las propias transferencias interterritoriales las que desincentivan a las administraciones públicas de las regiones pobres
a que mejoren su calidad institucional de tal modo que aumente el
empleo así como la absorción tecnológica. A la postre, si se transfieren
enormes cantidades de recursos a las administraciones autonómicas por
el hecho de ser relativamente más pobres que el resto… por necesidad se
promoverá la renuencia de sus gobernantes a impulsar reformas de su
marco regulatorio que promuevan el crecimiento.
En particular, la
existencia de un amplio y generoso sostén financiero para los
desempleados o subempleados de las regiones pobres no solo desalienta la activa búsqueda de ocupación,
sino que sobre todo desincentiva que el Gobierno central y las
administraciones territoriales reformen sus marcos laborales para
facilitar la empleabilidad de sus ciudadanos (por ejemplo, con el
establecimiento de diferentes salarios mínimos entre regiones o con
mayor flexibilidad contractual).
Asimismo, la inyección de fondos al
presupuesto autonómico potencia la hipertrofia de la burocracia regional
(el empleo público) y abarata el coste de las políticas públicas intervencionistas
y mercantilistas (razón por la cual ninguna de las regiones más pobres
de España ha apostado por una decidida política de liberalización
económica y de recortes tributarios capaz de atraer inversiones
externas). En lugar de fomentar la apertura comercial de las regiones
más pobres, las transferencias interterritoriales han subvencionado el
Estado clientelar y parasitario.
Por eso deberíamos apostar
decididamente por un nuevo modelo de financiación para todas las
administraciones públicas españolas: un nuevo modelo muchísimo más
descentralizado donde se pusiera fin a esa mal llamada solidaridad interterritorial, que no es más que un pretexto para alimentar la hipertrofia del sector público allí donde es más dañina (en las regiones más pobres). Debemos cambiar de rumbo no solo para contentar a los independentistas catalanes,
sino para dejar de subsidiar las políticas públicas pauperizadoras en
las regiones pobres y para, en definitiva, responsabilizar a los
ciudadanos del desarrollo de sus propias comunidades.
(*) Economista
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